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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Terrorismo y libertad de expresión

LAS BANDAS armadas, tanto de la ultraizquierda como de la ultraderecha, suelen mostrar una irrefrenable tendencia a revestirse de los atributos genéricos del poder estatal, aunque finjan detestarlo. No sólo el empleo de las metralletas, sino también el gusto por remedar grados, jerarquías y pautas férreas de disciplina, indican a las claras su propósito de dotarse de un ejército, nota esencial de toda soberanía.La decisión de bautizar los chantajes y extorsiones a los ciudadanos como «impuestos revolucionarios» no es tanto un macabro sarcasmo, como el deseo de crear un simulacro de Ministerio de Hacienda junto al supuesto Ministerio de la Guerra. Pero la megalomanía se extiende también a otros campos tan tradicionales de la actuación estatal como el Poder Judicial, entendido como capacidad para averiguar la culpabilidad, aunque sea respecto a leyes sólo conocidas por las bandas armadas, y para aplicar la sentencia de muerte.

La farsa del «juicio» por las Brigadas Rojas contra el magistrado Giovanni d'Urso no sólo nos sume en una pesadilla medieval de inquisidores e indefensiones, sino que también prefigura los juicios de Moscú de 1936-1939. Brigadas Rojas, así compagina esquizofrénicamente sus condenas de las cárceles del Estado con la utilización de las «cárceles del pueblo» para sus víctimas; hace compatibles sus denuncias de los malos tratos policiales con el empleo de técnicas refinadas de tortura contra sus secuestrados, acomoda sus protestas contra el derecho penal y procesal italiano y contra la organización de la magistratura con la celebración de «juicios» en los que sólo hay fiscales, las pruebas brillan por su ausencia, la publicidad no existe, se aplican códigos nunca promulgados y la sentencia está dictada de antemano.

Este delirio megalómano de remedar los atributos del Estado llega incluso a la imitación de las notas de inserción obligatoria que los Gobiernos autoritarios envían a la Prensa. Así, la débil esperanza de que el juez Giovanni d'Urso no sea asesinado por sus secuestradores pende del hilo de que los medios de comunicación sirvan de vehículo a una eventual declaración del Gobierno de Roma anunciando el cumplimiento de determinadas condiciones impuestas como chantaje por los terroristas.

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Pero que los brigadistas sean unos enfebrecidos enemigos de la libertad de expresión, y de todas las otras libertades, nada justifica que los responsables dentro de un sistema democrático aspiren a imitarlos. El encarcelamiento de dos periodistas de L'Espresso, acusados de establecer conexiones con los terroristas, incurre en la monumental hipocresía de ocultar que esos contactos eran indispensables para conseguir la entrevista con los portavoces de Brigadas Rojas. ¿Qué otra forma hay, dejando a un lado la parapsicología, para entrevistar a una persona que no sea concertando una cita?

En realidad, es la entrevista en sí misma y la delicada cuestión de hasta qué punto los medios de comunicación pueden difundir las ideas de las bandas armadas, por muy descabelladas que éstas sean y por mucho rechazo moral y político que susciten, lo que anda en juego en este lamentable atentado contra la libertad de expresión perpetrado. en Italia contra dos periodistas. La sugerencia de que los órganos de Prensa deberían rubricar espontáneamente un «pacto entre caballeros» para silenciar las voces de los terroristas recuerda ominosamente, pese a la buena voluntad de algunos de los que proponen la medida, a los consejos resignados y prudentes de que más vale hacer por las buenas, y fingiendo realizarlo libremente, lo que, al fin y al cabo, el Gobierno va a obligar a hacer por las malas mediante procesamiento de periodistas y secuestro o cierre de las publicaciones.

El debate, sin embargo, habría que situarlo en otro espacio profesional y en otro ámbito de valores. La Prensa la hacen los periodistas, pero es a los lectores a quienes habría que preguntar si desean escuchar las tensas voces, las aberrantes opiniones y los extravagantes juicios de las bandas armadas que amenazan la paz ciudadana. Cada, lector es muy libre de pasar la página que contenga informaciones sobre los terroristas o de no comprar los periódicos y revistas que les den cabida. Pero nadie debería, en un régimen de libertades, imponer esa actitud a los demás. Y menos aún si de la publicación de algunos de esos comunicados puede depararse la salvación de vidas humanas.

Con independencia de ese principio, intangible para nosotros, del deber de informar de las cosas que ocurren, por muy desagradables o condenables que sean, se plantea también lafunción que desempeña esa publicidad, indudablemente anhelada por los terroristas. Condenarlos al silencio parecería una confesión de temor infundado a la consistencia de unas ideas que no tienen más argamasa que la de las armas que las propagan y la de los delirios que las animan. En esa perspectiva, la mordaza en la boca de los ideólogos del terrorismo servirla mucho menos para inmunizar a una sociedad sana de la propagación del mal que para valorar, el cajón de sastre de sus aberraciones ideológicas. Sin contar, por otra parte, con la posibilidad de que amordazar la expresión de las ideas pueda incrementar el lenguaje de las armas y de que la mitificación de una secta perseguida hasta el punto de privarle de voz aumente su capacidad de reclutamiento en los sectores más marginales y desesperados de la sociedad.

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