Una épica para la posguerra
Cuando, en 1944, nació El Guerrero del Antifaz, no podía nacer, en realidad, otra cosa pública en la España de posguerra. Un caballero medieval, justiciero y algo loco, a la moda de las aventuras de capa y espada, pero en esa matriz que fue, según reivindicaba el régimen, el origen de la España imperial. A principios del siglo XV, cuando todavía quedaban moros en la Península.
El Guerrero del Antifaz significó la vuelta del caballero cristiano, que, como en los romances fronterizos, había sido cautivo, y era leído como una metáfora de España, buscando en lo de siempre -Isabel y Fernando- una razón de ser, un destino. Los niños, naturalmente, no sabían. Y en El Guerrero del Antifaz aprendieron a distinguir buenos y malos, antes de la política de hermandad con los árabes, y a ponerse del lado de los buenos, que éramos nosotros.
Pero los cuentos tienen siempre una doble faz, como ha dicho el sabio Propp. Así que los niños aprendían a un tiempo la justificación de la violencia por los ideales y el sacrificio personal por lo que se cree justo, la generosidad y el maniqueísmo, la pasión de la aventura reconocible en cada paso y la capacidad de la sorpresa de los hechos... No era el Guerrero un personaje novelesco. Era, en realidad, una reencarnación de Santiago Matamoros, hecho de una pieza, sin fisuras. Por eso, ahora tiene un cierto color amarillo que va bien con la época retro que nos toca revivir, con las películas de guerra fría y la derechización que nos invade. Por eso, aunque lo que se venden son malas manipulaciones de los dibujos y guiones de Manuel Gago, sigue por los quioscos repartiendo mandoblazos, tratando una imposible mitificación de un tiempo que, si llegó a existir, está doblemente pasado.
La otra posibilidad
Y es que en 1944 faltaban todavía algunos años para que esos personajes, indefectiblemente sólidos de los comics, pudieran servir, si quisieran, a otros amos. Doce años más tarde El Capitán Trueno, medio ateo, apropiado de algunos mitos nórdicos y sujeto a ambiguas e inconclusas relaciones amorosas con una princesa lejana y morena, se empeñaba en traer la justicia a situaciones de tiranía y esclavitud, salvaba su vida y la de los suyos gracias al valor y fuerza de su espada, y terminaba sus aventuras, en un curioso tour de force con la censura, creando consejos de ancianos o juntas cantonales, repartos de tierras y botines, celebraciones y gobiernos populares en suma.
No se crea que en la cabeza del Capitán Trueno cupo alguna duda alguna vez. Quizá por segundos hubo tentaciones, que es otra cosa. También como en El Guerrero del Antifaz, la moral del Capitán era íntegra y monolítica, y su personaje era la encarnación de lo justo y de lo bueno. La diferencia no era escasa, pero, probablemente, su función fue la misma. La función que han compartido, desde sus orígenes, la primitiva épica y los cuentos de hadas.
Y es que los comics de aventuras encarnan los tópicos de la épica en nuestros días, y también, en su misma estructura, las tareas de información moral a que sirven ésta y los cuentos tradicionales a los que sustituyen.
Babelia
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