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Tribuna:TRIBUNA LIBRE/ REFLEXIONES SOBRE LA VIOLENCIA
Tribuna
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Una decisión de paz

Establecer la realidad de los hechos, ir a las cosas mismas, es la intención proclamada por Alfonso Sastre en los artículos que hace unos días ha publicado EL PAIS *. Debo decir que, en mi opinión, su fracaso en este objetivo revela algo más que un error de análisis; es el resultado de una adhesión dogmática a postulados políticos que necesariamente tenían que invalidar sus reflexiones.Hay, a mi modo de ver, un vicio fundamental en el punto de partida. Sastre presenta, como verdad axiomática, una afirmación que, una vez aceptada, le conduce a toda una serie de consecuencias inevitables. La violencia en Euskadi, nos dice, es «el tema de la guerra que estamos viviendo, pues esto es verdaderamente una guerra». Por tanto, el objetivo es «matar al enemigo». Esto implica adoptar ante tal estado la actitud ética que consiste en la «suspensión teleológica de la moral», y la científica que consiste en observar con serenidad intelectual la condición «carnicera» de la sociedad.

Pues bien, en la proposición de este axioma reside el error. Porque no estamos en guerra. Es cierto que, aunque estuviéramos en Euskadi en un estado de guerra, no por ello la lógica de, Sastre sería la correcta. Aun entonces habríamos de preguntarnos si la única solución razonable y justa tendría que ser precisamente la de oponernos a ella y no la de consentir en ella, como se consiente resignadamente en un hecho natural. Pero cobraría fuerza de persuasión la argumentación de algunos, según la cual los desastres de la guerra serían el inevitable pasivo de un balance, cuyo activo podría ser más rico: la lucha emancipatoria de un pueblo.

Pero, como no estamos en guerra, nuestro enfrentamiento a la violencia tiene que ser más radical. Tenemos que denunciar que, una vez más, se ha operado esa tendencia histórica, que simplemente porque se repita ahora contra nosotros no tenemos por qué aceptar, y que consiste en que la voluntad del pueblo ha sido sustituida por la de un grupo, sin título ninguno de representación. Y que este grupo es el equipo violento que hoy quiere proclamar, por su cuenta, la guerra en Euskadi. Pero, si este grupo cree que está en guerra, nombrar así a su lucha es un simple problema semántico que al grupo concierne, y no al pueblo. Pues esto que llamarían guerra sería una guerra proclamada contra la voluntad popular, y, desde luego, el pueblo tendría derecho a negarla.

Aunque, que un grupo que sustituye a la voluntad de un pueblo nos anuncie, por su cuenta, pero a riesgo de todos, que estamos en guerra es algo que tenemos que sentir como una gran desgracia. Algo que debemos denunciar por importantes razones: porque intenta establecer como justa -o como inevitable- una lógica de muertes y de sufrimientos que, es cierto, forma parte del tejido histórico de la sociedad, pero que también es un mal que los valores ético-políticos que los hombres han ido construyendo aspiran a dominar; porque establece como inevitable que los objetivos políticos se consigan sólo por medio de la violencia, porque afirma como lícita la sustitución de la voluntad general por la acción redentora de unos pocos, porque está exponiendo a grave peligro de ruina a realidades democráticas aún precarias.

Ya a estas alturas, escarmentados como debemos estar de tantos salvadores del pueblo, me parece disputa escolástica la de si se dan, en cada caso, las condiciones de una «violencia de masas» -la leninísticamente buena- o si meramente estamos ante una «violencia individual» -la leninísticamente mala- Queda, por el contrario, hacer frente con sinceridad al trágico problema de cómo los hombres han de recurrir a veces, hoy todavía, a la violencia, para liberarse de la opresión. Pero ésta no es la circunstancia actual de Euskadi, como no lo es la de aquellos países en donde la democracia es una posibilidad abierta a las masas. Porque no se debe caer en la falacia de que todos los caminos de liberación o progreso deban apelar a la violencia, sólo porque en algunas situaciones históricas los objetivos populares tengan cerrados los caminos no violentos; o en la de que, porque la liberación de los oprimidos pueda exigir vías directas de acción, todas estas vías -desde el asesinato a la simple huelga- están igualmente justificadas y sean ética y políticamente equivalentes. Y tampoco se debe tolerar que, quien decida sobre la justicia y la oportunidad de tales vías directas, sea un grupo que pretende, de este modo, descalificar la voluntad no violenta de un pueblo, que ha expresado reiteradamente su decisión de ejercer la política por medios pacíficos. Esta última confusión equivaldría a justificar a los violentos, no por lo que pretenden, sino precisamente porque lo pretenden con violencia.

Tres violencias

Es cierto también que, frente a la violencia de los que intentan sustituir a la acción del pueblo, que introducen un a práctica de desprecio a derechos y libertades fundamentales y que ppnen en peligro el modo democrático de convivencia, está también la violencia que se ejercita desde las instituciones. Pero también sobré ésta es preciso distinguir. En efecto, por un lado se halla la violencia paraestatal, la tortura o el crimen no perseguido o protegido desde instituciones del Estado. Por otro, la tendencia del Estado moderno a mostrar su cara autoritaria, incluso en sistemas que han establecido unas reglas constitucionales y democráticas. Finalmente está la realidad misma del Estado, como aparato de dominación. Pienso que es necesario tomar muy en consideración estas tres violencias y comprender cuál es el camino para su reducción o eliminación, que no es en los tres casos el mismo, ni se. plantea al mismo ritmo. Pues para evitar la primera de estas violencias -la paraestatal- hay que propugnar que el Estado se fortalezca, frente a las pretensiones a la justicia privada; para evitar la segunda -la autoritaria-, hay que propugnar que el Estado se democratice en sus órganos y se extienda el campo de la autonomía del individuo frente a él; para evitar la tercera -la connatural al Estado- hay que propugnar utópicamente la supresión de éste.

Lo que ocurre es que la violencia de ETA es un factor altamente comprometedor de esas vías para la limitación de la violencia del Estado. Por sí misma es la mayor violencia privada que existe hoy en nuestro país, y contribuye a provocar la respuesta de la otra violencia privada: la de la derecha. Como elemento antidemocrático introducido en nuestra realidad política, suscita respuestas autoritarias, como la de la última ley de Seguridad del Estado, y contribuye a pudrir la conciencia democrática y liberal de los mismos partidos de izquierda que la han votado. Como expresión de la voluntad armada de un grupo, la idea de Estado que sostiene no es coherente con el objetivo utópico de su supresión.

Actitud de responsabilidad

Todos estos hechos exigen de los vascos una actitud de responsabilidad que no busque simplemente explicar por qué la violencia se produce, alegando para ello causas históricas o motivaciones psicológicas. Esta actitud acaso sea la que corresponda al intelectual alejado de nuestro pueblo; pero no puede ser la del que ha estado presente muchos años en su lucha por su autoafirmación y su libertad. Nosotros tenemos que buscar que la violencia cese y que la voluntad pacífica del pueblo se imponga. Y para ello, la labor fundamental del intelectual es denunciar hoy a dónde nos está llevando la violencia que se genera entre nosotros: a la decadencia de nuestros valores morales y sociales, a la ruina de nuestro pueblo, al deterioro de nuestras instituciones democráticas, al riesgo de involución autoritaria de una democracia débil e imperfecta, como la española. Y, a partir de la voluntad pacífica afirmada, la lucha contra la violencia paraestatal, contra el autoritarismo del Estado y hacia la difuminación de los poderes públicos podrá plantearse con más eficacia.

Este diagnóstico es el que no ha comprendido Sastre. Sus artículos -aunque dogmáticos en su análisis- responden, en principio, a una estimable voluntad de poner a debate una reflexión intelectual. Por eso es sorprendente su cambio de tono cuando, con mentirosa insolencia, acusa a los firmantes de un escrito en el que se manifestaban estas preocupaciones, «los 33» que antes que él han caminado en busca de la realidad de las cosas, de respetuoso «silencio frente a la violencia fáscista». Penas de muerte, muchos años de cárcel, décadas de exilio, torturas, detenciones, persecución y represión de todo tipo y, sobre todo, una insobornable y constante denuncia de la violencia antidemocrática y del autoritarismo, que ha procedido del Estado fascista y que hoy todavía no se ha superado, son las credenciales que estos, «33» pueden presentar, para quienes la lucha por la libertad no queda limitada a los tres años de la «era Sastre».

Por eso, sólo se me ocurre, para no perder el tono de serenidad que he querido dar a este artículo, termínar reproduciendo las palabras con las que, no yo a él, sino el propio Sastre a sí mismo, se condena:

«¿Cómo un intelectual puede proponer el cultivo de la mentira para oponerse a una realidad, cualquiera que ésta sea? Degradar a toda costa, o inciuso borrar la imagen del enemigo, es un método altamente indeseable, creo yo, en la medida en que no renunciemos de manera definitiva a ser personas decentes».

* «Ni humanismo ni terror. Reflexiones sobre la violencia». EL PAIS, 16,17 y 18 de diciembre. José Ramón Recalde abogado donostiarra, fue, hasta febrero de 1979, director de Derechos Humanos del Consejo General Vasco. Fue condenado en 1962 por un consejo de guerra por sus actividades políticas como dirigente de ESBA vinculada al popular felipe (Frente de Liberación Popular-FLP).

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