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Tribuna
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La materia creadora frente a la forma idealista

Ibri Sina (Avicena) nace en Bujara, hoy República Soviética de Uzbekistán, el año 980. Niño precoz, a los diez años recitaba el Corán y la poesía árabe de memoria. Estudia medicina y filosofía en la Universidad de Bagdad y, muy joven, se convierte en un médico célebre. La curación del príncipe Samanid NurhIbri. Mansur, de Bujara, le abrió las puertas de la Biblioteca Real. Desde entonces, simultanea sus actividades como médico y fun cionario del Gobierno. Repenti namente cambia su vida: muere su padre y la caída de la dinastía Samanid le obligan a un peregri naje que parecía no tener fin. Llega a la corte de los príncipes de Búyid, en Persia Central, donde ejerce la medicina, llegando a acumular grandes riquezas. Tampoco encontró allí el sosiego que buscaba y marchó a Ha madán, donde otro príncipe Búyid le nombra visir. Fueron los mejores años de su vida. Por las noches escribía sus obras, acom pañado de sus discípulos, con los que discutía sobre temas científicos y filosóficos. Luego, se deleitaba escuchando música y el festín duraba hasta altas horas de la madrugada. A la caída de su protector, huyó a Isfahan, cerca de Teherán, y murió en Hamadan el año 1037, ahíto de los placeres de los sentidos y goce del intelecto «agente y paciente».Espíritu voluptuoso y sensual, era, a la vez, un científico riguroso y un místico metafísico. Escribió un Canon de la medicina, un Libro de la curación, una Metafísica y una Filosofía oriental. Su pensamiento es de raíz aristotélica. Todo procede de Aristóteles, el Hegel griego, para quien el ser es la materia, preñada de posibilidades múltiples e infinitas, que lleva escondido en su seno los seres que están por ser, en el sentido de existir. Por consiguiente, para Aristóteles, la materia es dinamismo creador, pero, a la vez, como es amorfa e indeterminada, exige una forma espiritual, inmaterial, que la con vierta en realidad. La ambigüedad aristotélica salta a la vista: de un lado, afirma la materia como potencialidad y, de otro, es una, pasividad que espera la forma que se imprima en ella. La izquierda aristotélica, como dijo Bloch, acentuará la vitalidad creadora de la materia, identificando el mundo real a Dios, mientras la derecha separará la existencia voluble de las cosas de la esencia divina necesaria, hasta convertir el mundo en reflejos de la trascendencia y a los hombres en pordioseros de Dios.

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Avicena es el primero que formaliza la teoría de una materia dotada de forma y que toda forma tiene su propia materia. Al ser la materia creadora por sí misma, quedaba fuera de juego la intervención de un Dios-espíritu. Este naturalismo vivo y actuante de Avicena se desarrolla en su teoría del cuerpo y alma, del entendimiento agente y de la relación máteria-forma. Para Avicena, el alma no es una esencia vagorosa, existe por sí y para sí misma, con independencia del cuerpo. En este sentido, Avicena platoniza al afirmar la inmortalidad del alma, pero niega la resurrección de la carne. Como Averroes, también afirma la unidad del intelecto, lo que lleva a la igualdad de los hombres y a su convivencia racional. La inteligencia, así, ya no es privilegio de la razón divina, la únicamente activa, sino de la humana corporal. En sus análisis sobre la materia y la forma invierte los términos de esta relación: la materia es el sujeto activo de todas las posibilidades de existencia y la forma, como es «fuego inmanente», «verdad ignea de la materia», no necesita de otro para existir, es autosuficiente. Por el contrario, la derecha aristotélica, representada por Santo Tomás, subraya la separación tajante entre esencia y existencia. Toda criatura es hechura de Dios. Nadie existe ni consiste por sí mismo. La existencia es evanescente, fantasmagórica e irreal. Sólo Dios es total y realmente existente. Pero llega el padre Suárez, quien crea el centro aristotélico al afirmar que la criatura «es ser absolutamente, por razón de su existencia», pues tiene una potencia para sustentarse que se llama voluntad y no necesita de otro para existir.

Influencia en el Renacimiento

Lo que se ha denominado el «avicenismo latino» ejerció una influencia decisiva en la eclosión naturalista del Renacimiento, en Bruno, Nicolás de Cusa, Pomponazzi, etcétera. Este naturalismo de Avicena pervivió, como corriente herética subterránea, a través de los siglos y reaparece en la filosofía de la naturaleza de Schelling. También influye en la concepción de la dialéctica de la naturaleza de Engels, para quien la materia está en perpetuo movimiento, llegando hasta afirmar la temporalidad absoluta del mundo. Asimismo, este concepto activo de la materia de Avicena es la base ontológica de la cosmología dialéctica de Errist Bloch.

Hasta nosotros llega, pues, vivo, flameando, el mensaje de Avicena sobre «la ardorosa verdad de la materia», que hace del mundo material una firme realidad de la esperanza.

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