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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El domingo, en Galicia

EL DOMINGO no fue sólo el día más corto del año, sino también la fecha del calendario democrático que registra la más corta participación popular en una consulta ante las urnas durante los últimos cuatro años. Sólo un 28% de los gallegos acudió a la cita para pronunciarse sobre el Estatuto de Autonomía, que es la carta magna de las instituciones de autogobierno de la tercera nacionalidad histórica acogida a los beneficios de la tramitación rápida y del techo de competencias máximo previstos en el artículo 151 de la Constitución.El Estatuto sometido a referéndum fue aprobado inicialmente, hace un año, por la Comisión Constitucional del Congreso, con la obligada asistencia de una delegación de la Asamblea de Parlamentarios de las cuatro provincias. Pese a la rumoreada existencia de acuerdos previos sobre su articulado entre las direcciones nacionales de UCD y PSOE, la fronda de los líderes gallegos de ambos partidos provocó innumerables tensiones y desembocó en el acatamiento a regañadientes de los diputados centristas y en el rechazo de su texto por fraguistas, socialistas y comunistas. Además de cuestiones relacionadas con el régimen electoral y el ámbito de poderes autonómicos, el caballo de batalla fue el descontento de los políticos gallegos- por la forma prevista -ley de las Cortes Generales en vez de Comisión Mixta- para transferir competencias. Tras largos meses de negociaciones, cabildeos y cambalaches, las fuerzas parlamentarias y los nacionalistas moderados llegaron a un acuerdo fuera y a espaldas del Parlamento para modificar el Estatuto ya aprobado por la Comisión Constitucional. El texto alterado emuló la hazaña del barón de Müchhausen, aquel gran fabulador, que logró salir con vida de un pantano de arenas movedizas tirándose de los pelos e izándose a sí mismo en el aire; en efecto, el proyecto de Estatuto consiguió, de forma constitucionalmente misteriosa, regresar por su propio pie a la Comisión del Congreso, para ser investido de la gracia legal y acudir a su cita con los ciudadanos.

Esta oscura e inquietante historia de un Estatuto que sale por una puerta del Congreso y regresa por otra al cabo de muchos meses para ser acicalado y maquillado a gusto de los partidos podía haber tenido un final, si no glorioso, al menos feliz, en el caso de que los votantes gallegos hubieran respondido a los llamamientos de esos partidos que, en su nombre, exigieron esas modificaciones para recomendar el sufragio afirmativo. Sin embargo, la soledad de las urnas en el referéndum convierte retrospectivamente el acalorado debate sobre el Estatuto en nada más que un alborotado guirigay de bochornoso origen y consecuencias imprevisibles.

La votación se celebró en jornada festiva y en condiciones climatológicas normales. La abstención técnica producida por los errores del censo -de los que en ocasiones como estas el Gobierno parece enorgullecerse, en vez de avergonzarse- y los condicionamientos de otro orden que explican la escasa participación habitual de los gallegos, desde la dispersión de los núcleos de población hasta la falta de integración en los circuitos de comunicación e intercambio, también habían operado en anteriores convocatorias, pero nunca habían conducido a un abismo tal de desinterés e indiferencia. Es cierto, por último, que la campaña institucional y de la mayoría de los partidos fue tacaña en- medios y lánguida en entusiasmo.

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El porcentaje de votos negativos, aunque muy bajo si se toma como punto de referencia el censo total, resulta elevado en relación con los sufragios emitidos. Si bien dentro de esa casilla figuran, seguramente votos orientados desde la extrema derecha, parece indudable que los independentistas gallegos son los responsables mayoritarios de esa respuesta. Si a esta circunstancia se añade que el abstencionismo bien pudiera encerrar inclinaciones latentes al nacionalismo radical, cabe contemplar con cierta, alarma los progresos del independentismo en una región que habla mayoritariamente una vieja lengua, que es fronteriza con un país culturalmente próximo, que se halla relativamente aislada del restó de la Península y que ha sufrido como ninguna otra los azotes de la emigración, el caciquismo, el subdesarrollo, la desigualdad social las deficiencias educativas y sanitarias. No deben leerse las anteriores reflexiones corno un intento de descalificar al Estatuto de Autonomía y a las instituciones de autogobierno de Galicia. Antes, por el contrario, nuestro propósito es señalar cómo las pujas entre los partidos amenazan con relegar la cuestión autonómica a la condición de instrumento o de baza para la lucha por el poder -empresa en sí misma legítima- en el nivel institucional y en el aparato del Estado, aun a costa de exasperar los agravios comparativos, de crear artificiosamente expectativas, desmesuradas y de cosechas, finalmente, la mala hierba del desencanto y la abstención. Si los esfuerzos de cada grupo no se hubieran dirigido tanto a protagonizar en exclusiva la autonomía gallega como a entender lo que el cuerpo social quería, quizá el referéndum de ayer no se hubiera saldado con un resultado tan desolador. Porque en este nuevo juicio salomónico que son las autonomías se diría que cada partido prefiere que las instituciones de autogobierno sean desgarradas y mutiladas antes de que algún competidor reciba el título de padre legítimo de las mismas.

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