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De la tortura, la seguridad y el Estado

Fernando Savater

¿Saben ustedes lo que es «la moto»? Es una tortura que consiste en sentar a la víctima en una silla con las manos esposadas atrás; las piernas, situadas a los lados con las rodillas firmemente dobladas, son levantadas y colocadas en sillas dispuestas a derecha e izquierda hasta que el dolor de las articulaciones se hace intolerable. ¿Saben en qué consiste «la barra»? En suspender a la víctima por los brazos y las rodillas de una barra situada entre dos sillas, con la cabeza hacia abajo, mientras se le aplican golpes y choques eléctricos en el cuerpo. «El casco» es atar al torturado de pies y manos a un sillón y ponerle un casco militar en la cabeza, para luego golpearle con una barra de hierro hasta que le retumben los sesos y se le astillen los dientes. En cuanto a «la bañera», funciona así: se obliga a la víctima a introducir la cabeza en una bañera llena de agua sucia, vómitos, excrementos y desperdicios de comida, manteniéndosela dentro hasta el límite de la asfixia (compárese con la tortura periodística de idéntico nombre y similar funcionamiento). Estas son algunas de las torturas que se han practicado y, cabe suponer, que siguen practicándose contra ciudadanos españoles en nuestra incipiente democracia, según el documentado, minucioso y riguroso informe de Amnistía Internacional, sobre la situación de los detenidos en nuestro país. También se habla, en dicho documento, de ejecuciones fingidas, privación coactiva de sueño de varios días de duración, golpes en la planta de los pies y en los testículos, amenazas contra familiares próximos de los presos, etcétera..., y todo ello con nombres propios, fechas, informes médicos y cuanto pueda desear el escrúpulo bienintencionado en tales circunstancias. Además de esta parte descriptiva, Amnistía Internacional expresa su preocupación por varios de los supuestos de la ley de Seguridad Ciudadana, en particular por el máximo de diez días (en lugar del de 72 horas prescrito constitucionalmente o de las veinticuatro horas estipuladas en la ley de Enjuiciamiento Criminal) que puede permanecer detenida una persona antes de ser puesta en libertad o de pasar a disposición judicial y por la privación de asistencia de abogado durante ese período clave a los incursos en las disposiciones especiales antiterroristas, así como señala la falta de supervisión judicial efectiva del trato que se da a los detenidos. Amnistía asegura, con el peso de lo demostrado por su larga experiencia internacional, que esos prolongados períodos sin asistencia jurídica, contactos familiares o control público de ninguna clase facilitan y hasta provocan el maltrato de los detenidos: el más elemental sentido común tiene que darle la razón. El informe concluye con una serie de recomendaciones encaminadas a impedir que casos como los documentados sigan produciéndose.No estamos ante una denuncia anónima ni ante las lucubraciones de un grupo de exaltados, sino ante las ponderadas reflexiones de un grupo de médicos y juristas de varios países, encuadrados en una organización prestigiosa cuya labor cívica y humanitaria ha merecido el Premio Nobel de la Paz. Rechazar de plano el contenido del informe como un montaje de nuestros seculares enemigos foráneos parece una irresponsabilidad conservadora, que pudiera tildarse, pura y simplemente, de complicidad con lo denunciado. La flamante ley de Seguridad Ciudadana persigue no sólo a los terroristas de hecho, sino también a quienes los justifican y protegen; pero no conozco ninguna disposición que persiga a quienes justifican y protegen los crímenes de violencia «oficial», tales como los descritos por Amnistía Internacional. Esas justificaciones impunes suelen ser de dos tipos: a) en todas partes cuecen habas, b) el Estado necesita defenderse. Creo que no será inútil tratar más pormenorizadamente estas dos racionalizaciones de la inevitabilidad (cuando no de la conveniencia, aunque estas cosas nunca se proclaman explícitamente, pues para eso se paga a los verdugos) de la tortura.

En todas partes cuecen habas. Los ingleses no pueden precisamente enorgullecerse del trato que dan a los presos del IRA, los terroristas alemanes encarcelados suelen suicidarse más de lo conveniente, y para qué hablar del gulag, de Uruguay o de Videla. Este alivio por la extensión del mal ya fue motejado, y con razón, de cura para tontos por nuestro refranero. Para tontos y para hipócritas. En efecto, la mayoría de los que están dispuestos a excusar la. tortura o los malos tratos en las cárceles en vista de que la patente no es española no suelen acogerse a razonamientos frecuentativos similares cuando son víctimas de un atraco o de un intento de violación, ni tampoco se refugian en la estadística cuando se les diagnostica cáncer. La degradación de la conciencia ciudadana ante la brutalidad coactiva y el embotamiento consecuente frente a ciertos procederes policiales no es, por cier-

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to, una exclusiva de ningún país, sino que, evidentemente, se apoya en la análoga culpabilidad de todos: las lacras que quieren disculparse se universalizan, mientras las que quieren utilizarse como instrumentos políticos se particularizan al máximo. Que un mal esté extendido no quiere decir que sea inevitable, ni mucho menos que no sea un mal: no hay por qué esperar a que todos los demás barran su casa para airear como es debido la nuestra.

El Estado necesita defenderse. Y, por tanto, y en último término, todo vale: Herrera de la Mancha y los parapsicológicos montajes del «caso Scala», las aventuras de los tres mosqueteros policiales en la frontera de Irún/Hendaya y la tortura en comisaría (o el affaire Poniatowski en Francia, la ejecución seudosuicida de la banda Baader en Alemania, el asunto de la plaza Fontana o la detención «a la chilena» de Toni Negri en Italia). Se promulga una ley de Seguridad Ciudadana, pero es más bien la seguridad del Estado lo que con ella se persigue. ¿Habrá alguien que a estas alturas, y con perfecta buena conciencia, identifique sin vacilar seguridad del ciudadano y seguridad del Estado? Pero, sobre todo: ¿de qué quiere estar seguro el Estado? ¿De que no va a disiparse como una burbuja en el aire, dando paso a la fratricida guerra hobbesiana? ¿De que no va a caer bajo la férula despótica? Mal parece emplear pequeñas dosis de totalitarismo con la esperanza de vacunarse contra la amenaza totalitaria, pues quizá aumente la propensión al remedio en lugar de lograrse la inmunidad contra el mal; en cuanto a la guerra de todos contra todos, mejor se vislumbra su imagen en los despiadados manejos de las cancillerías o en la turbia influencia explotadora de las multinacionales que en la reyerta a cuchillo en el callejón, que sirve de coartada metafórica a tantas medidas represivas. ¿O quizá lo que el Estado teme -es decir, lo que temen quienes hablan en nombre de su seguridad- es el aumento de transparencia en la estructura social, el rechazo por grupos cada vez más amplios del mito de unos «intereses súperiores», que siempre han resultado ser «intereses de los superiores», la patente ex¡gencia popular -a largo plazo, no se asusten ustedes de revocar un orden político/económico podrido, que zigzaguea entre la brutalidad y la ineficacia, cada vez más disociado de las realidades cotidianas que su prepotencia asfixia? Si tal es el caso, ojalá sus temores se vean históricamente justificados.

Una última palabra sobre la oportunidad de la aparición pública hoy del varias veces aplazado informe de Amnistía Internacional. Se dirá que no es momento oportuno. Ciertamente: nunca puede ser buen momento para afirmar o defender lo que estructuralmente no quiere ser escuchado. Quienes confían en el cuchicheo de pasillo o la concesión vergonzante como medios de consolidación de la democracia amenazada por golpe y parálisis (cuando no anhelan esa «mano dura» que les hará respetables ante los «otros»), deplorarán la aparición de este informe; quienes seguimos apostando por la creación de una conciencia, a la vez solidaria y crítica como arma contra el autoritarismo burocrático, la saludamos con el respeto debido a su coraje y rigor.

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