Vergüenza romántica
Mientras los franceses, británicos y alemanes se han empeñado durante casi dos siglos en decirnos que España es el país romántico por antonomasia -anclando sus raíces hasta en Calderón, si era preciso-, los españoles seguimos contumaces en sonrojarnos ante tal apreciación. Si Byron, los Schlegel, Schiller, Víctor Hugo, Richard Ford o Gustavo Doré veían en la historia española una historia romántica por excelencia, el romanticismo español propiamente dicho evolucionó rápidamente hacia la moderación y el conservadurismo. Tal vez fuera la influencia anglosajona, cuyo romanticismo, frente al francés, que desembocó en ansias revolucionarias, se templó de moderación y buen sentido.De todas formas, el duque de Rivas, Alcalá Galiano, Eugenio de Ochoa o Martínez de la Rosa cambiaron la revolución y el exilio por las poltronas ministeriales, y el último hasta presidió Gobiernos. Su peligrosidad tuvo la medida de Fernando VII, evidentemente demasiado alicorta. Sólo Larra y Espronceda mantienen la dignidad de nuestro romanticismo, tal vez porque murieron jóvenes.
Tuvo que llegar Alliso Peers -otro británico- para demostrar que el romanticismo español, pese a todo, tuvo alguna entidad. Y los últimos estudios de Vicente Llorens y Juan Luis Alborg han terminado de apreciar el panorama. ¿País rornántico, España? Tal vez país de románticos avergonzados de serlo. Hoy no encontraríamos ni un solo botón de muestra.