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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las incompatibilidades

EN EL momento en que el Gobierno envió al Congreso los Presupuestos Generales de 1981, la regulación de las incompatibilidades, prevista en el artículo 15 del proyecto de ley, pareció una compensación destinada a paliar la desilusión producida por la falta de un reflejo congruente, en las cuentas futuras del Estado y de la Seguridad Social, del propósito enunciado por el presidente del Gobierno de frenar drásticamente los despilfarros del sector público. La medida también pudo ser interpretada como un primer paso hacia la imprescindible y deseada reforma de la Administración pública, en cuyo marco lógicamente tendrá que figurar una organización razonable del trabajo de los funcionarios, incluidos los controles para combatir y sancionar el absenuismo, abuso sobre el que descansa normalmente el pluriempleo. Pero la decisión del Grupo Parlamentario Centrista, al parecer sin instrucciones previas del Gobierno, de suprimir ese artículo, con el pretexto de que correspondería a otra ley su desarrollo, ha eliminado esa compensación y esa promesa.Una de las costumbres españolas más pintorescamente contradictorias con los niveles de desarrollo y modernidad de una sociedad industrial es precisamente la desenfadada codicia con la que los servidores del Estado se convierten no sólo en sus amos políticos, sino también en sus usufructuadores materiales. La dedicación voraz con la que algunos profesionales del poder se aplican a ordenar los fondos públicos, mediante la multiplicación de cargos, asesorías, consejos de administración en empresas estatales, ingresos como representantes de la voluntad popular en el Parlamento o en la Administración local y gabelas de imprecisa justificación, sólo es comparable con la buena conciencia que de rnuestran al no plantearse problema alguno por cobrar varias veces de los fondos públicos sin que ni teóricamente sea concebible -al menos que los días duraran esas horas- la posibilidad de que cumplan las tareas por las que se les paga. Resulta así que el propio Estado, al tiempo que lamenta las elevadas tasas de paro y señala las dificultades objetivas que existen para combatirlo, da el ejemplo de acumular en una misma persona empleos que resultan de imposible cumplimiento y que no son más que una forma legal de fraude.

El asunto resulta tanto más grave cuanto que ante la opinión pública pagan justos por pecadores. Así, la imagen de los catedráticos que cumplen con la dedicación exclusivao la plena dedicación queda perjudicada porsus compañeros de cuerpo que no comparecen por las aulas y quizá tampoco por los otros empleos con los que justifican su absentismo pagado. Así, honestos y leales servidores del Estado son incluidos en algunos indiscriminados juicios peyorativos junto a los funcionarios en activo que defienden intereses de empresas privadas en sus contenciosos con la Administración pública. Así, los funcionarios que cumplen con sus deberes, y viven del único y menguado sueldo que perciben del Estado se ven además obligados a trabajar el doble para cubrir las tareas de aquellos de sus colegas absentístas que a veces perciben, de añadidura, otras remuneraciones presu puestarias.

La irresponsabilidad de quienes tomaron el aparato del Estado como una finca particular están en el origen del actual y penoso espectáculo que representan, por un lado, un reducido grupo de funcionarios desbordados por el trabajo diario y, por otro, una población administrativa inactiva. El florecimiento del absentismo y el pluriempleo ficticio en los sectores medios y bajos de la Administración pública no ha sido, en última instancia, más que la consecuencia del pésimo ejemplo dado desde las zonas más elevadas del Estado, donde cobrar en varios sitios sin trabajar en ninguno ha sido hábito corriente. El resultado final es una epidemia de corrupción -se puede cobrar del Estado, y varias veces, sin trabajar-, de paralización administrativa y de desmoralización de los funcionarios honestos e insuficientemente remunerados.

Por desgracia, no parece que en la España democrática los propósitos de la clase política de remediar esta situación sean mínimamente sinceros. Después de la decisión del Grupo Parlamentario Centrista de aparcar el artículo del proyecto de ley de Presupuestos que se ocupaba del régimen de incompatibilidades, cabe sospechar incluso que los diputados gubernamentales están resueltos a aplazar indefinidamente, con pretextos técnicos, la adopción de una medida que abría la posibilidad -sólo la posibilidad- de poner fin a ese implacable estrujamiento de las ubres presupuestarias por quienes han llegado a creer que el dinero público no es de nadie.

La decisión de restar importancia y urgencia a la adopción del principio mismo de las incompatibilidades es algo que amenaza con desprestigiar a la clase política como simple agregado de profesionales del poder decididos a repetir el milagro de los panes y de los peces con el dinero de los contribuyentes y para su único beneficio. A la vez, por supuesto, que los funcionarios cumplidores y honestos se hallan sobrecargados por el trabajo que el absentismo y la desorganización de la Administración pública dejan caer sobre sus espaldas y se ven en dificultades para llegar a fin de mes con un sueldo apto sólo en realidad para ser acumulado hasta el infinito por los profesionales del pluriempleo ficticio.

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