La verdad como coincidencia del hombre consigo mismo
El título de este artículo es el mismo que encabeza la lección VII del curso En torno a Galileo, ofrecido por Ortega en la cátedra Valdecilla de la Universidad Central en 1933, con ocasión de cumplirse entonces los trescientos años de la famosa retractación del fundador de la física moderna ante el tribunal de la Inquisición romana.Es obvio que no voy a intentar exponer aquí esta doctrina orteguiana de la verdad, entre otras razones porque es imposible (a ello he dedicado la mayor parte de un grueso libro); trataré solamente de mostrar algunos de sus perfiles más asequibles y, a la vez, más pertinentes al expresado propósito de estas líneas recordatorias. Pero, no nos engañemos: este concepto, como todos los demás que son fundamentales en el pensamiento de Ortega, tienen, para ser entendidos cumplidamente, la gran dificultad que les confiere el pertenecer a una teoría metafísica -contra las apariencias- de rigurosa cohesión sistemática y sumamente compleja, como lo exigía el nivel de pensamiento filosófico y la situación histórica en que surgió.
«Coincidencia del hombre consigo mismo» equivale en Ortega a autenticidad, y ésta a «ser plenamente el que se es», a «ser sí mismo», «ser fiel a sí mismo», «encajar en sí mismo» o «encajar en el propio destino» -son diversas expresiones para otros tantos matices de la misma idea-. Se trata, en suma, del viejo «imperativo pindárico», dramáticamente actualizado. Pero, si con «imperativos» nos las habemos, es que anda de por medio la libertad y, por ende, la responsabilidad, es decir, que estamos en un terreno ético. ¿Será entonces la verdad una cuestión de ética? Pues sí, lo es, en la medida en que la raíz de la ética (o de lo ético) es metafísica, o, si se quiere, en cuanto que la libertad constituye la estructura primaria de la «realidad radical», la cual, como sabemos, es para Ortega la «vida humana» o, mejor, «mi vida». Tal estructura, en efecto, requiere esencialmente la verdad, que entra así también a formar parte de ella, justa y precisamente como exigencia estricta -esto es, como «requisito»- de la libertad. Sin libertad, pues, no habría verdad. Pero, viceversa: sin verdad no habría libertad, por imposibilidad de su «ejercicio»,o «actualización».
Todo esto tiene, entre otras, las siguientes implicaciones:
a) Que la autenticidad, esa categoría fundamental de la realidad «vida humana», no está dada, sin más, por el hecho de vivir, sino que, por el contrario, empieza por ser un problema, el más difícil, el más hondo y el más decisivo problema de la vida («El problema sustancial, originario y en este sentido único, es encajar yo en mí mismo, coincidir conmigo, encontrarme a mí mismo» -Ortega: Obras, véase página 86-). Hay que ganarla, pues, en permanente y siempre renovado esfuerzo.
b) Que si ella es la verdad de la vida, la falta de ella será su falsficación -posibilidad y riesgo constante del vivir-, y si aquélla es simismidad, ésta será enajenación, alienación o, como prefiere decir Ortega, alteración.
c) Que, en la medida en que es inauténtica o está falsificada, la vida pierde peso, quilates, consistencia y, en suma, realidad. Y como la realidad que es la vida está hecha de posibilidades, la reducción de éstas, en la vida alterada o falsificada, es la más grave pérdida posible: aquella que más propiamente merece -cuando se extrema- el patético nombre de perdición. Por contra: la verdad de la vida o autenticidad será plenificación, enriquecimiento, autoposesión y, en definitiva, salvación. El náufrago metafísico que es el hombre se salva, así, por la verdad.
d) Que el ser sí mismo se consigue, precisamente, ensimismándose, es decir, pensando. Y esto, que tiene validez general, en diversos sentidos y niveles, adquiere fuerza de absoluto imperativo en el hombre cuya vocación, destino o misión es justamente la búsqueda de la verdad: el «Intelectual» y, por antonomasia, el filósofo, es decir, el «verdadeador». En él, la «coincidencia consigo mismo» se consuma en la de su pensamiento con la realidad -que es la definición tradicional de la verdad-; pero, recíprocamente, esta «verdad del pensamiento» sólo puede alcanzarse en la «fidelidad a sí mismo» del pensador o «situación de verdad».
He aquí ahora, en brevísimo esquema, los principales rasgos de ese pensamiento, único que puede llamarse en estricto y radical sentido verdadero:
1. Circunstancialidad. Contra el utopismo, contra las calendas griegas, contra la suma abstracción de pensar desde ninguna parte o sub specie aeternitatis, la verdad tiene una hora, una fecha, un lugar y un «sujeto»: los de la situación concreta de quien la piensa. «Verdad es lo que ahora es verdad». ¿Subjetivismo? ¿Relativismo? No perspectivismo, historicidad.
2. Justificación. La verdad es un proceso de descubrimiento, un hacer intelectual que, como todo hacer humano, exige justificación, y no hay evidencia lógica si, en última instancia, no va cimentada en una evidencia ética: la de su necesidad vital o « evidencia del motivo ».
3. Responsabilidad. Consecuencia de los dos rasgos anteriores: «Ha llegado el momento de resolverse, contra lo que se puede pensar y decir, por lo que hay que pensar y decir». Como «cada día trae su afán» -y por ello-, cada momento exige su verdad. Ha llegado, pues, el momento de que la circunstancialidad del pensar sea deliberada. Y ésta es precisamente laverdad del momento de Ortega o, como él dice, el «terna de nuestro tierapo» -que, por la futuridad de su visión, resulta ser aún el nuestro-: «Sustituir la razón pura por la razón vivientes». De ahí que el error tenga una dimensión de «pecado».
4. Soledad. Nadie puede decidir por mí mi propia vida, es decir, cada uno de los haceres en que ella se resuelve, y la acción viviente que es el pensar no constituye excepción: nadie puede pensar por mí. El verdadero pensamiento -el «debido »- es al que yo me resuelvo desde mi personal e insustituible punto de vista, lo cual requiere un metódico desprenderme de las «visiones» ajenas o interpretaciones que encubren la realidad, para que, a solas con ella, se me «revele» en su «desnudez» (alétheia).
5. Liberación hacia sí mismo. Ese remover las interpretaciones u opiniones ajenas, en las que, conscientemente o no, vivo apresado, tiene por ello el carácter de una liberación: me libero de ellas, que me aprehenden con duros grilletes sociales, que aherrojan mi libre pensar y querer, anquilosándolo y como mineralizándolo; me libero, digo, de la alienante prisión hacia fiera, del exilio de mí mismo que ellas representan, de ese «mundo» que ellas integran -«la gran extrañeza y la formal extranjería», en frase de Ortega-, para «entrar en mí mismo» y poder, en fin, ser el que soy, «ser yo mismo». Cuando esta «coincidencia consigo mismo» se ha logrado, se está en la verdad, porque entonces y sólo entonces hay coincidencia entre lo que de verdad se cree (y no,sólo entre lo que uno cree creer -que puede ser una doblefalsa creencia-) y lo que de verdad se piensa (y no sólo lo que uno cree pensar de verdad, que puede ser sólo algún grado de mera simulación de pensamiento). En fórmula del Ortega: «Sólo cuando de verdad pienso, pienso la verdad».
Estos son los puntos mínimos cuyo desarrollo creo que sería más relevante para entender en primera aproximación el enunciado titular del presente articulo. Esbozados como quedan, representan, a lo sumo, un índice o guía mental hacia tal concepto. Pero esto me parece bastante para el propósito motivador de estas líneas. Ortega, en efecto, fue, como decía al principio, la viviente encarnación de esta idea suya, y lo fue en tan perfecta identificación, que su vida entera resultó una impresionante, continuada y luminosa «predicación con el ejemplo». Que Ortega incorporaba de modo paradigmático la «coincidencia consigo mismo» era algo que trascendía ya de su mera presenciafísica: apostura, gesto, mirada, voz, revelaban de inmediato ese pro fundo equilibrio interior, esa plena autoposesión, que le hacían apare cer como envuelto en un aura de autoridad -de ello han dado abun dante y unánime testimonio tantas y tan ilustres personalidades que le conocieron y trataron desde suju ventud, que casi es ocioso insistir en ello- Pero esta impresión se elevaba a categoría de pasmoso fenómeno por virtud de su palabra. De ella dije hace tiempo -y permítaseme la autocita en gracia a que no podría ser ahora más exacto-: «La palabra de Ortega tenía un poder de nudificación de la reá lidad, una virtud penetrativa y ma nifestativa de sus zonas básicas, inmediata y literalmente asombrosas. Pero esa función de desnudar la realidad, de llegar a sus estratos radicales y ocultos a través de la hojarasca de lo aparencial, es lo que se llama propiamente verdad -alétheia- y el asombro ha sido siempre la emoción filosófica por excelencia». Palabra y pensamien to, en total identificación, brotaban de él siempre vivos (como el fuego heraclíteo), es decir, siempre opor tunos: eran la verdad debida, la que la circunstancia y el momento exigían. En ellos, que eran la sus tancia misma de su vivir, lo que «integraba su destino», se verificaba así, ejecutivamente, su doctrina, o, lo que es igual, coincidían ple namente palabra, pensamiento y vida. Acontece así, por vez primera en la historia, en Ortega, que la «realidad radical» toma plena conciencia de sí misma como tal, y, por ello, trata de manifestarse, es decir, de ejecutarse -que aquí es lo mismo- como lo que es: razón viviente.
En cuanto a la actualidad de esta idea orteguiana, creo que el lector reflexivo puede hacerse cargo de ella por su cuenta y riesgo sin más que preguntarse in pectore -en «roman paladino», «metiendo la mano en su pecho»: ¿Cómo andamos hoy de «coincidencia con nosotros mismos», de «fidelidad a nuestro. personal destino», de simismidad fundada en ensimismamiento, de soledad autoposesoria? Y a los filósofos, en particular, les haría, con ligera variante, la mismxpregunta: ¿Cómo anda hoy la conciencia filosófica -que ellos representan- en cuestión de tanta y tan grave entidad?
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