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Tribuna
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Un testimonio italiano

La guerra de España había terminado desde hacía unas semanas y estaba para empezar la mundial, cuando en una tienda de libros viejos me encontré con el grueso tomo de las obras de José Ortega y Gasset, publicado por Espasa Calpe (Bilbao-Madrid- Barcelona: y los nombres de estas ciudades estaban aún empapados de aquella pasión con la que yo había seguido las vicisitudes de la guerra civil) en 1932. Era un volumen encuadernado en tela color naranja que estaba al lado de otro volumen de las mismas dimensiones, encuadernado con tela roja y que llevaba el sello de un círculo socialista de Zaragoza: El capital, de Marx.No era difícil imaginarse que alguien los había traído de España como botín de guerra: me conmovía la imagen de aquel veterano de la guerra fascista que, quién sabe con qué sentimiento, interés o intención, había cargado con aquellos dos pesados tomos, trayéndolos desde España a Italia. Era una imagen que movía a la fantasía e inclinaba a la retórica. Me traía a la memoria aquella frase de Shakespeare, que había declamado el año anterior volviendo de Mónaco el premier inglés Chamberlain: «Dentro de una selva de peligros hemos recogido esta flor» (y el pobre hombre se refería a la flor de la paz). Dentro de las desazones, los peligros y el desgarrón de la guerra y de una guerra de la cual sabía sólo que era contra los «rojos», he aquí que el desconocido veterano italiano se había traído, como una flor, unos libros. Y quizá no para él. En definitiva, eran para mí.

El capital, de Marx, entonces se podía leer sólo en las bibliotecas públicas, pero por razones de estudios comprobadas: y las obras de Ortega y Gasset las conocían sólo los hispanistas, que lo citaban de cuando en cuando. Yo había empezado entonces a estudiar un poco la lengua española sirviéndome de uno de aquellos manuales populares del editor Sonzogno; pero desde el momento en el que tuve las obras de Ortega abandoné el manual. Leía a Ortega teniendo a mi lado el «nuevo diccionario enciclopédico ilustrado de la lengua castellana» de Miguel de Toro y Gómez que me había regalado un familiar que había estado en China, y lo había adquirido en la librería Quintanilla de Valparaíso como indica un timbre art nouveau en el frontispicio. Me bastaba. Y hasta acabé dejándolo de lado. Y es que la prosa de Ortega se deslizaba ante mis ojos limpia, transparente. Había leído ya muchos libros, había visto reproducidas muchas obras de arte (aún no había salido yo de Sicilia y mi viaje más largo había sido a Racalmuto, de Palermo): conocía, por tanto, aunque aproximativamente, las cosas de las que hablaba Ortega, pero el hecho de hallarlas en sus escritos me las, explicaba y ordenaba inmejorablemente. Todo lo que tocaba su prosa, por oscuro y difícil que fuese, se hacía sencillo y cristalino. Hasta Kant: con el cual algunos años antes me había roto los codos.

Así, en las obras de Ortega he aprendido ese poco de español qué sé (y lo sé como un sordomudo: sólo leerlo). Pero lo que más cuenta es que a través de Ortega he aprendido a leer el mundo contemporáneo, el modo de remontarme de los hechos, hasta de los más difíciles y oscuros, a los «temas»: es decir, de esclarecerlos, de explicarlos y de sistematizarlos en causalidad y consecuencialidad. No hay «tema de nuestro tiempo» que Ortega no haya abordado y explicado: y yo veo hoy su obra colocada como una gran luz en torno al ensayo que precisamente se llama El tema de nuestro tiempo. Un tema que irradia otros temas o temas que convergen al tema.

El tema, el tema: se puede decir que no existe, ensayo de Ortega en el cual no aparece esta palabra. Y recuerdo lo que tanto nos recomendaban en el colegio y las notas que nos bajaban cuando nos olvidábamos que «no teníamos que salirnos del tema». Pues bien: Ortega no se sale nunca del tema, va derecho a él como la flecha al blanco. Y como flecha al blanco se dirigen todos sus temas al gran tema: el tema de su tiempo, de nuestro tiempo.

Pero volviendo a entonces, a los años de la guerra y de la posguerra, cuando las 1.400 páginas de las obras de Ortega fueron para mí explicación y simplificación del presente (y, por tanto, también de pasado) de cualquier aspecto de la realidad de la que yo sufría o gozaba, tengo que confesar que aquellas páginas no las leí y releeí cómo las de un filósofo. La afirmación podrá parecer extravagante y paradójica: pero las obras de Ortega eran para mí como un gran libro de viaje, un viaje extraordinario, venturoso, rico de sorpresas y de revelaciones en las regiones de la inteligencia. Hemingway decía que habría dado un millón de dólares para encontrarse en la feliz situación de poder leer, por primera vez, ciertos libros (y él pensaba principalmente en los libros de Stendhal). Daría yo también un millón de dólares, que no tengo, para poder leer, por vez primera, ciertos autores, para revivir ese sentimiento de venturosa felicidad, de feliz descubrimiento. Diderot, Stendhal, Tolstoi. Y Ortega y Gasset.

No cabe duda que a Ortega no le he leído como filósofo.

(Traducción de Juan Arias)

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