El Nobel de la Paz
SI LOS criterios para la concesión del Premio Nobel de Literatura resultan ya difíciles de adivinar, excepto en lo que respecta al firme propósito de no dejar nunca de lado, la política, el Premio Nobel de la Paz desafía cualquier intento de buscar una línea de cierta continuidad y congruencia en su desarrollo. En la larga relación de personalidades e instituciones que han recibido esa recompensa figura un político tan belicista como Theodore Roosevelt, que fue uno de los grandes incitadores de la guerra hispano-norteamericana de 1898; un estratega tan insensible a las estadísticas de muertos y hectáreas arrasadas por napalm como Henry Kissinger, que fue uno de los negociadores del fin del conflicto vietnamita después de ser uno de los responsables activos de aquel terrible genocidio, y un antiguo terrorista de historial tan sombrío como Beguin. Al repasar esos nombres no se sabe bien si los parlamentarios noruegos hicieron en su día ejercicios de humor negro con estas designaciones o simplemente decidieron convertir ese galardón en una especie de recompensa para enemigos de la paz arrepentidos.Porque ese premio -creado, para mayor paradoja, por un hombre que realizó considerables esfuerzos para aumentar la capacidad de destrucción y de muerte en el planeta- también ha distinguido a hombres, mujeres e instituciones claramente comprometidas con causas decididamente nobles: la defensa de las minorías, la lucha en favor de los derechos humanos y los esfuerzos en pro de la convivencia entre los pueblos. A lo largo de las dos últimas décadas, Martin Luther King, líder de la comunidad negra en Estados Unidos, y Andrei Sajarov, portavoz de los disidentes en la Unión Soviética, pueden servir como símbolos de esa tendencia a amparar y proteger a las minorías raciales o ideológicas frente a una sociedad hostil o un poder autocrático. También la lucha en pro de los derechos humanos tiene su representación entre los premiados, sin ir muy atrás: Amnistía Internacional. Finalmente, el intento de comunicar entre sí a los distintos pueblos de la Tierra, de derribar esos muros de incomprensión que edifican la difusión de estereotipos, el cultivo de la ignorancia y el chovinismo, a fin de erradicar las semillas del odio entre las naciones que florecen luego salvajemente con las guerras, ha sido seguramente el mérito tomado en consideración con mayor frecuencia para otorgar el Premio Nobel de la Paz.
Este año, el Parlamento noruego ha distinguido a Adolfo Pérez Esquivel, arquitecto argentino que ha defendido con coraje cívico y entereza moral la causa de los derechos humanos en su país. Si el Premio Nobel de la Paz sirviera desde ahora para llamar la atención del mundo entero sobre los países donde se discrimina y persigue a las minorías y en los que se practica como método de gobierno la tortura y la conculcación de los derechos humanos, tal vez pudiera hacer olvidar las ocasiones en que estuvo al servicio de la alta política mundial o de los intereses de las grandes potencias. En este caso concreto no cabe sino señalar que la decisión del Parlamento noruego habrá servido, al menos, para que todos recordemos las páginas de infamia y de dolor que han ensuciado la historia de los países del Cono Sur en la última década, y que continúan siendo escritas con la sangre de sus pueblos por los dictadores de turno de todo el continente, desde el plebiscitado Pinochet hasta García Meza.
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