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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El PSOE y la presidencia de la diputación

EL PENOSO forcejeo entre el presidente de la Diputación de Madrid, compulsivamente aferrado a su cargo, y la dirección regional y nacional del PSOE, que le pedía la dimisión para evitar un sonado escándalo y males mayores, ha concluido finalmente con la renuncia de Carlos Revilla. Pero este pulso ha significado algo más que un nuevo incidente motivado por la vanidad de un político y por su incapacidad para contrastar la imagen reflejada en el espejo con los juicios de terceros.Es verdad que Carlos Revilla dio un notable ejemplo, a lo largo de año y medio, de cómo se puede inflar una figura hasta el punto de hacerla creer que la ocupación de un cargo público, al que había accedido por pedalear en el pelotón anónimo de un equipo definido por unas siglas, se debía a merecimientos propios, ignorados por los votantes. También parece cierto que la gestión del ex presidente de la diputación se caracterizó por un autoritarismo digno de sus predecesores en décadas anteriores, por una megalomanía que en ocasiones rozó los límites de lo grotesco y se plasmó en proyectos como la propuesta de adquirir el palacio de Villahermosa, por una proclividad al amiguismo y, por una condenable confusión entre sus responsabilidades mediatas de la ciudad sanitaria y su profesión como médico.

La destitución por decreto de Eduardo Ferrera no fue, en esta perspectiva, más que el paso en falso dado por quien creía que podía pisar fuerte -aunque fuera sobre las cabezas de sus compañeros de diputación- gracias al carisma transferido por el cargo público a su titular y por la equivocada idea de que los apoyos de la tercera vía en la Federación Socialista Madrileña o el temor de la comisión ejecutiva al escándalo le concedían patente de corso. La actitud de negarse a hacer declaraciones a la Prensa durante los días pasados cuadra a la perfección con esa arrogancia de la que pueden hacer gala quienes toman el rábano del papel social que desempeñan por las hojas de sus merecimientos ontológicos.

En cambio, el empecinamiento de Carlos Revilla en seguir en su cargo, pese a la decisión de los órganos directivos del partido que le proporcionó ese destino y que ahora invitaba a abandonarlo, hubiera sido algo más que inconsciencia vanidosa o angustia ante la idea de regresar a la vida privada. Porque Carlos Revilla, de negarse a presentar esa dimisión que la comisión ejecutiva del PSOE le pedía, hubiera situado a su partido en una incómoda postura y en un desagradable dilema. En efecto, la ley de Régimen Local impedía que el partido, gracias al cual fue elegido concejal, primero, y designado presidente de la diputación, después, destituyera de su cargo oficial a Carlos Revilla. De no haberse producido la demisión, no hubiera tenido más camino que conseguir que expulsarle como militante, con las consiguientes dificultades que hubiera ofrecido convertir en motivos para esta drástica medida la propensión al figureo o la protección a los amigos. Porque las acusaciones contra Revilla, aunque políticamente convincentes, no habían versado en ningún caso sobre aspectos lindantes con la culpa o el dolo penales. La decisión de incoar un expediente de expulsión de dudoso final hubiera reabierto las heridas apenas cicatrizadas dentro de la Federación Socialista Madrileña, desatado una polémica de dudosa utilidad para la precaria unidad de los socialistas en otros órganos o regiones y sentado el nefasto precedente de trabar en un todo indisoluble las querellas internas de un partido con la administración de los asuntos públicos.

Vaya por delante que, a la larga, el PSOE obtendrá ganancias para su credibilidad ciudadana superiores a los perjuicios que para su imagen pudieran producir sus debates externos. Para los administrados resultará tranquilizador comprobar que un partido político puede rectificar los errores cometidos al asignar a una determinada persona para un determinado cargo electivo y que no repara en costes para hacerlo. En este sentido no estaría mal que sus competidores en la Administración local siguieran su ejemplo. Ahora bien, parece necesario matizar esa valoración positiva con dos reflexiones,

Por un lado, la experiencia debería servir a todos los partidos para elaborar las listas de candidatos con mayor tiento, con menos clientelismo y atendiendo a criterios de idoneidad para las funciones públicas a desempenar. Y esto no sólo en lo que respecta a la Administración local, sino también en lo que concierne al Parlamento, tan sobrado de obedientes giradores de llaves y tan carente de técnicos y expertos. Por otro, sería totalmente rechazable que estas destituciones de los cargos públicos por los partidos no estuvieran motivadas por razones objetivas y funcionales -como parece ser el caso de Revilla-, sino que fueran consecuencia de luchas intrapartidistas de carácter ideológico o personalista. Porque el mermado crédito de los partidos como vehículos de participación de la voluntad popular en la vida pública sufriría un duro golpe si se llegara a comprobar que el buen gobierno de las diputaciones o de los ayuntamientos les importa menos a las direcciones que una buena caza de brujas contra disidentes organizada en un momento propicio.

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