El contagio nicaragüense
Estimuladas por el ejemplo nicaragüense, guerrillas y organizaciones de masa acosan hoy en Guatemala y El Salvador a dos dictaduras militares singularizadas por masacres de civiles que rozan el genocidio, a cargo de cuerpos de seguridad y bandas paragubernamentales de extrema derecha, siempre impunes.En El Salvador, donde la violencia oficial provoca la respuesta igualmente violenta de los grupos armados de izquierda, así como la insurgencia abierta de las organizaciones populares y la intransigencia de los partidos democráticos (unidos en un frente que ha dejado de creer en el diálogo con los militares y en las soluciones sólo pacíficas), es inminente la guerra civil. La Junta de Gobierno cívico-militar que en octubre pasado sustituyó, mediante un golpe interno de las fuerzas armadas, al general Carlos Humberto Romero ha promulgado un programa de reformas que dice recortar el poder de la oligarquía agrario-financiera. Pero no ha tocado hasta ahora el sistema represivo, cuyos mandos están dentro del mismo Ejército. Pese a sus decretos nacionalizadores de la banca y el comercio exterior, y a una reforma agraria, se sigue considerando a la Junta -compuesta por dos coroneles, dos civiles democristianos y otro que representa al sector privado- como una fachada más del poder militar. «El proyecto que el 15 de octubre anunciaron los golpistas», dice, en San Salvador, Leoncio Pichinche, dirigente de la clandestinidad de la organización de masas Ligas Populares 28 de Febrero, «no ha cambiado las estructuras del poder político y económico». La revista Estudios Centroamericanos, editada por la Universidad Centroamericana, que es católica y privada, define en julio último: «Se busca implementar una reforma tecnocrática, controlando la conflictividad social mediante la vía autoritaria e incluso la represión popular. El régimen deja de aspirar a legitimarse por la vía legal democrática y busca sólo tal legitimación mediante la realización de ciertas reformas económico-sociales».
Guatemala, represión sistemática
En Guatemala, un grupo militar de asombrosa rapacidad procura, en cambio, perpetuarse en el Gobierno y en el usufructo de los negocios públicos, sin ninguna clase de concesiones. Su método es directo: el asesinato sistemático de los cuadros políticos y profesionales que podrían constituir el relevo democrático para el cambio socioeconómico. Allí la respuesta opositora reside principalmente en los focos de guerrilla y parece haber ido debilitándose a nivel puramente político, debido a la ferocidad de la represión. El vicepresidente Francisco Villagrán Kramer, marginado por el presidente militar, general Carlos Romero Lucas, vive prácticamente en el exterior y acaba de renunciar a su cargo; los parlamentarios democristianos piden licencia para huir o esconderse, porque su inmunidad ya no rige. El ingeniero Raúl Molina, rector de la Universidad Autónoma de San Carlos, sustituye a otros dos rectores que han debido escapar al extranjero en los últimos meses, y está también bajo sentencia de muerte. Dice Molina: «Las organizaciones de masa han tomado una medida sabia: la del repliegue. El futuro inmediato es definitivamente negro. Vamos corriendo a pasos acelerados hacia una guerra civil».
Honduras, un caso aparte
En Honduras no hay guerrillas al estilo de Guatemala, ni movilización de masas desesperadas como en El Salvador, sino una oposición moderada, que oscila entre el conservadurismo tradicional y el populismo discreto de un partido socialdemócrata y otro democristiano. Más astutos o más débiles, el general Policarpo Paz García y sus compañeros de un triunvirato militar dejaron este año que tres partidos civiles asumieran el poder en una Asamblea Constituyente. Y después que Pez García fuera reinstalado como presidente provisional hasta 1981, las fuerzas armadas se retiraron a un segundo plano. La apertura hondureña dejó de lado, sin embargo, a un frente político de partidos de izquierda, que incluye al comunista, al socialista y al democristiano, cuya inscripción electoral no fue permitida. El médico Hernán Corrales Padilla, jefe del PDC, acepta que el traspaso del poder provino de elecciones limpias, pero sigue escéptico sobre una permanencia definitiva de los militares en sus cuarteles: «Se tiene dudas; hay un pasado muy cargado, que no permite prever un futuro. muy limpio».
Situada entre esas variedades del militarismo centroamericano y la situación impar del experimento nicaragüense, Costa Rica continúa estabilizada desde la década de 1950, en una democracia política cuya Constitución ha abolido las fuerzas armadas. Eliminado ese factor mayúsculo, no ha podido, sin embargo, resolver aún los problemas de una economía deficitaria ni la desigualdad, ni tampoco permanecer al margen de la crisis regional. Esporádicamente, recibe el impacto de los procesos vecinos, en forma de escándalos de Gabinete (por contrabando de armas), de olas de huelgas dirigidas por el partido comunista contra las compañías bananeras norteamericanas o de radicalización política de la juventud. El presidente Carazo, un político de derecha apasionado de sus ideas, confía ciegamente en el sistema del país: «Ubicados en el mundo capitalista, hemos encontrado fórmulas de protección del interés nacional, no socialistas, sino fundamentalmente de carácter progresista cristiano, en las que la libertad es la base del desarrollo». Una mayoría de centroamericanos, pese a todo, piensa que con esas fórmulas ya no alcanza.
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