Una democracia de papel
!Y sí dejáramos de coger el rábano por las hojas! ¡Y si lo cogiéramos por la raíz! Digo esto a propósito del tan cacareado «desencanto» de los españoles ante la democracia recién instalada. Hablando estrictamente, lo del «desencanto» no deja de ser un comodín periodístico para no ir a las raíces de la situación española actual. Epifenómeno de esa situación, impide a menudo ver lo esencial. Hay quien critica duramente el desencanto, pero se olvida de analizar sin miramientos el precedente «encanto». Porque Si hoy existe un desencanto entre los españoles es porque, lógicamente, hubo antes un encanto. La desilusión proviene de la ilusión. Y si, como fulminan nuestros optimistas de encargo, el desencanto es absurdo y peligroso -cosa que creo-, no lo fue menos el encanto, la ilusión con que nació nuestra democracia.Pero dejémonos de variaciones (malamente) periodísticas sobre desencantos y demás zarandajas, y esforcémonos por hacer un necesario examen de conciencia histórico que responda a las preguntas: ¿De dónde venimos? ¿Dónde estamos?
¿De dónde venimos? La respuesta me parece sobremanera sencilla. Por decirlo gráficamente: venimos del desierto. Ese largo, larguísimo desierto calcinado que fue la época franquista. Tras la aniquilación, en la guerra civil, de gran parte de las fuerzas espirituales, políticas y materiales que el país había ido, lenta y penosamente, acumulando desde mediados del siglo XIX hasta la Segunda República, el franquismo representó un intento sistemático de desertización de la conciencia colectiva de los españoles. Calcinar el alma española y dejarla reducida a su más bajo nivel vegetativo, he aquí el sistema de gobierno franquista. Quien no haya vivido esos años difícilmente puede hacerse una idea de la miseria física, pero sobre todo espiritual, reinante. La conciencia española, que tras siglos de modorra renacía pujante (sobre todo entre sus minorías), se vio confinada, tras la aniquiladora tragedia de la guerra civil, en una especie de «desierto de los tártaros» (recuérdese la bellísima novela de Dino Buzzati), en el que los españoles, sobre todo los mejores, se pasaban la vida oteando el horizonte, a ver si al fin Regaba lo que nunca llegaba. El destino español era vegetar y esperar: putrefacción del espíritu, que es actividad y creación vital.
Es cierto que en los años últimos del franquismo el país salió, en cierto modo, de su letargo. España creció, adquirió nuevos rasgos modernos, se abrió al exterior, respiró otros aires... Pero se diría que este crecimiento fue, sobre todo, económico, físico, material. En este gran corpachon de la España del desarrollo y del «desarrollismo» habitaba todavía, pese a la elevación del nivel cultural, una conciencia pequeñita, apocada, sin vigor, convaleciente de la travesía del desierto, apestosa aún a carroña. Y es que un pueblo se recupera mucho antes de sus desastres materiales que de los derrumbes de su espíritu.
La descripción detallada y analítica de esa desertización de la conciencia española está por hacer; y es lástima, porque nada podría aleccionarnos más sobre nuestro presente. En efecto, el país está entrando en una nueva etapa con un alma que todavía pertenece, en buena parte, a la anterior. La España democrática presenta, así, una curiosa condición anfibia: una parte del cuerpo arrastrándose aún por los mortíferos eriales del franquismo, y la otra, abriéndose ya dificultosamente camino por la tierra prometida de la libertad.
Toda la dificultad profunda de la hora presente viene de ahí: con una conciencia colectiva pobre, moral e intelectualmente mal equipada, sin el vigor y la solidez que da la experiencia vivida, nuestra democracia ha de ser inevitablemente frágil, superficial y expuesta a que se la lleve el primer vendaval. Esa era la realidad de base que no había que olvidar, ni en el momento de las ilusiones (falsas ilusiones) de ruptura y nueva vida, ni ahora, en el del desencanto, reacción epidérmica de una conciencia democrática apenas formada o con retraso infantil.
Los españoles no hemos vivido en profundidad nuestra democracia. No la hemos conquistado todavía con nuestro esfuerzo y nuestras luchas, aunque nos fuera debida y la necesitáramos (y salvo, naturalmente, el respeto por cuantos padecieron y aun cayeron por ella). Dicho con cierta exageración, nos ha caído del cielo. En el fondo -y es este un punto capital que no podría desarrollar ahora-, la democracia nos ha llegado como una operación (mitad programada, mitad a tientas) de las clases dominantes españolas, que necesitaban desembarazarse de la ya carcomida estructura política del franquismo, para seguir gobernando con instrumentos más adaptados a las realidades del país mismo y a las del mercado capitalista internacional. Esa es la verdad, por amarga que resulte. Y de ella hay que partir, si se quiere construir un futuro distinto y esperanzador. Tras la muerte del dictador se necesitaba una revolución, o, por lo menos, una revulsión en la conciencia española, y hasta ahora sólo hemos tenido una reforma jurídico-política. La creación de una conciencia democrática es obra difícil y de largo aliento. ¿Vale un ejemplo histórico, en un muy sucinto bosquejo? Pondré el más paradigmático, aunque no el más profundo: el de Francia. ¡Cuántas luchas, cuantos esfuerzos colectivos e individuales, cuántos sacrificios y cuánta «pedagogía de los hechos» han sido necesarios para que hoy pueda hablarse, con legitimidad, de una conciencia democrática del pueblo francés! Dejando de lado la apretada historia francesa, desde la gran revolución hasta la comuna, recordaré sólo unos cuantos hechos:
1. La reforma educativa nacional de Jules Ferry, en los años de 1880, paso esencial en la nacionalización y la laicización de la enseñanza.
2. El «caso Dreyfus», que fue lana resonante victoria de la conciencia democrática y de la moral de los derechos humanos frente al .Estado Mayor casi en pleno.
3. Las leyes Combes, que en 1905 remataron la laicización del Estado y su separación de la Iglesia.
4. El Frente Popular de 1936, con sus transformaciones sociales que representaron la definitiva integración de la clase obrera en la conciencia democrática nacional.
5. La resistencia y la liberación, con su exaltación vital, y a veces violenta, de los ideales democráticos y con sus reformas sociales (nacionalizaciones, etcétera), que, sin poner en peligro el sistema capitalista, impusieron una serie de diques y de salvaguardias a su lógica «salvaje».
Tenemos, así, una serie de reformas que afectan, en profundidad, a la conciencia nacional: nacionalización laica de la enseñanza, «desmilitairización» de las estructuras del poder, vinculación entre clase obrera y democracia... Basta enumerar esta serie de fenómenos y procesos para damos cuenta de lo que falta -o, en todo caso, no abianda- en la sociedad española del posfranquismo. Ahí está la realidad para que con ella se topen los ciegos o los que no quieren ver: hermos salido del sistema franquista sin que ninguna de las tres grandes fuerzas que lo sustentaban -Iglesia, Ejército, gran capital- haya sufrido apenas menoscabo en su ascendiente, sus «poderes fácticos» y sus privilegios. En esas condiciones, sólo podernos tener una democracia disminuida y mediatizada. Y ello aunque poseamos más o menos la superestructura jurídico-política de una democracia moderna.
Pero nuestras minorías dirigentes -en particular los políticos, pero no sólo ellos- sienten escaso aprecio, cuando no olímpico desprecio, por todo lo que sean fenómenos culturales, morales o, más ampliamente, de conciencia. De ahí que se hayan consagrado casi exclusivamente a las tareas de construcción jurídico-política del nuevo Estado democrático, olvidando o desdeñando el trabajo arduo y a largo plazo de construir una conciencia democrática nacional, sin la que aquélla no pasa de ser un edificio de papel. No nos hagamos, pues, ilusiones: lo que tenemos es, en lo esencial, una democracia de papel o en el papel. Nos falta -¡y cómo!- una moral democrática colectiva, ese fondo de la conciencia de un pueblo en el que la pedagogía de los hechos históricos y de las ideas ha ido depositando vivencias y actitudes
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en torno a la libertad y la convivencia.
A principios de siglo tronaba Miguel de Unamuno contra los abogados que tenían secuestrada la política nacional. Tal vez hoy habría que liberarla de manos de los juristas. El pensamiento de los políticos españoles está, con escasas salvedades, dominado por un juridicismo que, a veces, raya en los límites de lo grotesco, y que es particularmente condenable cuando se manifiesta en las filas de la izquierda. Es como si el mango se hiciera pasar por la sartén, el asa por el jarro. La acción jurídica es puramente ancilar: secundaria y auxiliar. El derecho no crea conciencia; es la conciencia la que crea el derecho. Centrados sus desvelos en la instrumentación jurídica de la democracia, nuestros dirigentes políticos olvidan insuflarle una conciencia popular. ¿No es suicida tal actitud? Bien están los catedráticos « Derecho y los expertos en leyes: son auxiliares indispensables. Pero lo-gravísimo es que se hayan convertido en los maîtres à penser de nuestra democracia. No se rescata así a una nación de¡ desierto del que aún no ha salido. Necesitaríamos, en cambio, lo que no hay: sembradores de conciencia, forjadores espirituales, luchadores populares, pedagogos de la libertad. Si la historia nos diera unos cuantos Giner de los Ríos, Prat de la Riba, Pi y Margall, Pablo Iglesias, Azaña, Ortega, Machado...
Pero la historia no da nada más que lo que nosotros mismos somos capaces de construir. Por el momento, como ya decía al principio, venimos del desierto, y una de las consecuencias más palmarias de la desertización franquista es la mediocridad de las minorías dirigentes españolas (carencia de perspectiva intelectual, pragmatismo que degenera fácilmente en empirismo sin principios, personalismo, tendencia a constituirse en, gueto, de espaldas a las masas populares; escasa imaginación, falta de sentido del riesgo ... ). El país; dicho castizamente, no da para más.
Partamos de esta constatación un poco desolada, pero, en todo caso, realista. Lo que queda por hacer es enorme y la cosa va para largo. Muy bien, adelante. Sólo la lucidez es madre de la esperanza: esa esperanza que habita en el seno del pueblo, de los pueblos españoles. Pero esto es algo que hemos de ver más adelante.
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