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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las contrapartidas

TANTO LA gravedad de la situación económica como los comentarios de los políticos y expertos del Gobierno en torno a las medidas que deben adoptarse para combatir la crisis hacen suponer que los planes que presentará el presidente Suárez al Congreso van a estar dominados por las ideas de austeridad y sacrificio. Para conseguir relanzar la economía sin desatar una enloquecida espiral inflacionista, esto es, para promover un crecimiento sano y no una hinchazón enfermiza, que produciría a corto plazo todavía más desempleo, resulta evidente que será necesaria la colaboración de todos los españoles. Nada más lógico entonces que el esfuerzo no se le exija sólo a un sector de los ciudadanos, sino al país entero.Por esa razón, el nuevo Gobierno cometería un error histórico si su programa económico no incluyera, en pie de igualdad con las exhortaciones a aceptar voluntariamente el sudor y las lágrimas, una clara perspectiva de la duración, el recorrido y la meta de la anunciada travesía por el desierto, así como el anuncio de las contrapartidas que los ciudadanos van a recibir del Estado a cambio de su sacrificio durante ese penoso viaje. A veces los expertos confunden la macroeconomía con la macrocrueldad y tienden a entregar las implicaciones sociales de sus modelos económicos al brazo armado del poder. Los autores de planes de saneamiento económico que cuentan entre sus instrumentos el desempleo masivo deben ser conscientes que las responsabilidades de tragedias como las que estuvieron incoadas en Marinaleda y Nueva Carteya también les incumben. Porque sería demasiada hipocresía que los políticos y los expertos que les aconsejan creyeran que las consecuencias sociales inherentes a sus planteamientos económicos son un asunto de la Guardia Civil que para nada les salpica.

El ahorro forzoso de una política de rentas sólo puede estar justificado en la España democrática por el desvío de recursos desde el consumo a la inversión, única vía para frenar el desempleo. Una oferta creíble, no una promesa fantástica de creación de puestos de trabajo para la población en paro y para aquellos sectores -como el siderúrgico y el naval- cuya reestructuración es inevitable, tiene que descansar evidentemente sobre esa generación de recursos para la inversión. A los expertos corresponde determinar en qué forma y en qué plazo se puede producir el relanzamiento de la inversión, pública y privada, y cuántos puestos de trabajo se pueden crear en los próximos años. Pero, por lo pronto, el Gobierno puede conseguir, si quiere, que el gasto público equilibre su estructura y que una parte considerable de los gastos corrientes recortados sea destinada a inversiones productivas.

En anteriores comentarios hemos señalado que el escandaloso despilfarro del gasto público en el simple mantenimiento de una Administración que crece como un cáncer y que se caracteriza por su ineficacia y por su torpe intervencionismo es, a la vez, un pésimo ejemplo para los ciudadanos, a los que se pide austeridad, pero se les insulta con el derroche y una sustracción de los fondos necesarios para la inversión del sector público. Mientras los ex ministros sigan percibiendo esa absurda gabela de su pensión como cesantes, el Gobierno carecerá de autoridad moral para criticar el crecimiento de los haberes pasivos. Mientras los gobernantes continúen abusando de los viajes en Mystere, de los coches oficiales y del turismo internacional, la Administración difícilmente podrá exhortar al ahorro de gasolina a los particulares. Mientras las plantillas del Estado, ya de por sí rebosantes, sean consideradas insuficientes por los altos cargos para así justificar el pago de favores a sus clientes y paniaguados en forma de extrañas asesorías o inexplicables contratos, será imposible que los empresarios y trabajadores no se tomen a chacota el desvelo del Gobierno por la productividad de nuestra economía. Mientras el gigantesco elenco de direcciones generales no se reduzca y no deje de crecer el número de ministerios, sólo los muy ingenuos podrán creer en las promesas de austeridad de nuestros gobernantes. Y a este respecto parece necesario recordar que la razonable medida de privar a las relaciones con las Comunidades Europeas de su condición de ministerio para reducirla a la más funcional categoría de secretaría de Estado, hecha oficiosamente pública la víspera de la crisis, no resistió en el Boletín Oficial el embate de una lamentosa conspiración de pasillo.

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El campo de las contrapartidas no puede limitarse sólo a un coherente y verosímil programa de creación de puestos de trabajo. Es todo el ámbito de la vida pública y de la convivencia social el escenario para poner en práctica principios de solidaridad y de control democrático de los sacrificios exigidos. A título de mero ejemplo, parece inexcusable que el Estado dé entrada en la gestión de la crisis a organizaciones sociales cuya colaboración es imprescindible en terrenos determinados. Así, las centrales sindicales están en una privilegiada posición para explicar a los trabajadores las razones de los sacrificios que se les piden y el destino final de sus esfuerzos. En esta perspectiva, resulta simplemente inconcebible que el pleito para la devolución del patrimonio histórico sindical y la distribución del patrimonio acumulado del verticalismo se siga arrastrando. Carece de sentido que la CEOE esté ya instalada en el antiguo edificio del sindicato del metal mientras las centrales obreras continúan su peregrinación como realquilados. Unos sindicatos potentes y con alta afiliación son piezas indispensables en el sistema de relaciones industriales de una sociedad moderna. Y mientras el Gobierno no les devuelva o les entregue esa base material que necesitan para desarrollarse estará contribuyendo irresponsablemente a que unos agentes sociales indispensables para una salida cooperativa y solidaria de la crisis no logren consolidarse.

La cuestión de las contrapartidas es demasiado vasta para ser cubierta en un solo comentario. Lo importante es destacar que el Gobierno difícilmente logrará que los ciudadanos acepten voluntariamente una política de austeridad sin recibir nada a cambio. Y también señalar que un sistema democrático no puede imponer por la fuerza esa estrategia sin desnaturalizarse. O, para decirlo más claro, sin convertirse en un régimen autoritario con formas y apariencias parlamentarias.

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