Marinaleda: el precio del trigo y la lucha contra el paro
El deterioro de la situación social en Andalucía no debe sorprender a nadie. El crecimiento del paro está creando de forma progresiva un modo ya histórico de inestabilidad social en el Sur, origen de revueltas campesinas en el pasado y de acciones de protesta pacíficas, por el momento, en el presente. Sin embargo, ya se han observado brotes de descontento aislados, como la quema de cosechas, que hacen presagiar un paso preocupante hacia la acción violenta, si persiste la degradación de la situación.El trabajador del campo en Andalucía se acomodó como pudo a las nuevas condiciones creadas por el desarrollo económico español. La emigración, el trabajo eventual en la hostelería o la construcción vinieron a paliar los efectos de una transformación de la agricultura del sur que, sin modificar la estructura tradicional de la propiedad, suponía la modernización de las explotaciones. El encarecimiento de la mano de obra impulsó modos de producción altamente capitalizados, con elevados márgenes de rentabilidad allí donde las economías de escala permitían un aprovechamiento óptimo de la política de sostenimiento de precios agrarios llevada a cabo. Simultáneamente, los denominados cultivos sociales, por su mayor dependencia de la mano de obra, como el olivar o el algodón, sufrían una crisis aparentemente írreversible.
Durante bastantes años, la presión sobre la tierra parecía haber desaparecido. Había trabajo, bueno o malo, en otras zonas, y el papel de la agricultura en el coniunto del PIB había ido marginando el interés por este sector. Sin embargo, a lo largo de los años setenta, el cambio en las condiciones económicas de carácter general ha ido aumentando la tensión en el campo andaluz. Inicialmente, la presión se intensificó sobre los denominados cultivos sociales. El algodón, olivar, remolacha o tabaco daban jornales y debía extenderse su cultivo o, al menos, frenar su desaparición. Pero dentro del modelo de desarrollo adoptado, esta mayor utilización de mano de obra gravita sobre la competitividad de estos productos en el mercado, frente a mercancías frecuentemente con productos sustitutivos o precios internacionales mucho más bajos.
Además, el gran propietario andaluz ha preferido cultivos que no le crearan problemas con obreros, fácilmente mecanizables y con precios garantizados. La Administración tampoco estaba decidida a apoyar cultivos con dudosa viabilidad a medio plazo.
No pueden analizarse aquí complejas cuestiones respecto a la dependencia regional de Andalucía, pero lo que sí parece cierto es que gran parte de la riqueza natural de esta región, no sólo agrícola, no ha servido para sentar las bases de un desarrollo más estable. La riqueza turística, por ejemplo, no ha sido aprovechada por la clase empresarial para dinamizar la economía general de Andalucía, dando la impresión de que el boom turístico ha servido principalmente en beneficio de especuladores de dentro y de fuera y de organizaciones empresariales no andaluzas, ni siquiera españolas. Este no es un caso aislado de falta de solidez empresarial de la burguesía andaluza. Basta con releer los escritos de Bermúdez Cañete para encontrar críticas muy duras, a veces, al comportamiento de esta clase social en los años treinta. Sirva como ejemplo agrícola la utilización dada a los beneficios obtenidos de la riqueza olivarera. Durante muchos años, el aceite de oliva ha sido un producto de mercado privilegiado. Desde principios de siglo, diversas coyunturas nacionales o internacionales han permitido que la producción y el comercio de aceite fueran un negocio muy saneado, excepto durante los años de la Segunda República, como consecuencia de la crisis de 1929, y a partir de la mitad de los años sesenta, cuando se inicia una crisis generalizada en el sector. Pero la riqueza olivarera nunca ha sido aprovechada como motor de desarrollo regional y, muy al contrario, las zonas olivareras se han caracterizado siempre por el monocultivo, la falta de dinamismo empresarial y por fuertes tensiones sociales.
Hoy día, la burguesía andaluza y la clase empresarial agraria no pueden cerrar los ojos ante la incapacidad para generar empleo estable en la economía andaluza, porque si no son capaces de dinamizar la coyuntura, haciendo ver sus razones ante el Gobierno de Madrid, la presión reivindicativa sobre la tierra va a resurgir inevitablemente. El final de la huelga de Marinaleda es significativo: «O reforma agraria o hambre». Este lema, lleno de equívocos, puede llegar a ser cierto si la torpeza hasta hoy demostrada por el Gobierno de Madrid y por la burguesía andaluza se mantiene. La asistencia al desempleo agrícola a través de las ayudas al empleo comunitario pudo tener su justificación coyuntural para evitar el hambre, ante el crecimiento del paro hace unos años. Pero la institucionalización de un régimen tan ineficaz e injusto muestra sólo falta de imaginación y torpeza. No se han abordado planes de inversión pública para dinamizar las zonas con niveles de desempleo más acusado. Pero si no hay dinero para esto, sí parece haber dinero para elevar indiscriminadamente los precios de los cereales de modo sorprendente. Es más, se sabía que ello iba a generar unos beneficios extraordinarios en la gran empresa agraria andaluza y no se ha condicionado la percepción de estos precios garantizados públicamente a la necesaria participación del empresariado agrario andaluz en los programas de lucha contra el paro en el campo, porque estos programas no existen. Y no existen no porque no se sepa qué hacer para luchar contra el paro, sino porque en un momento de crisis económica, de recursos escasos, las prioridades del Gobierno actual siguen beneficiando a la burguesía agraria andaluza.
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