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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El quinto jinete

DESDE SU llegada al poder, en septiembre de 1969, mediante un golpe militar dirigido por un anónimo consejo de jóvenes oficiales, el coronel Muamar el Gadafi ha conquistado el raro privilegio de que su política y sus decisíones que sean valoradas según las normas de moral o racionalidad que, al menos en teoría, comparte actualmente la comunidad internacional. Su protección al régimen de Idi Amin, su transformación de las embajadas libias en oficinas populares -lo que, a efectos prácticos, significa que su personal no se ve limitado por las prácticas diplomáticas habituales- o su guerra santa particular contra los opositores a su régimen, con la consiguiente oleada de asesinatos, que ha conmovido a Europa hace tan sólo unas semanas, no han alcanzado la repercusión pública que han obtenido acontecimientos como la ocupación de la Embajada norteamericana en Teherán o las llamativas doctrinas políticas del imán Jomeini.Sin embargo, Gadafi es merecedor, con mucho, del mismo asombro que ha producido el ascenso de la nueva teocracia iraní; su notable Libro verde y, en especial, su «tercera teoría universal», sobre una vía coránica intermedia entre el capitalismo y el comunismo; las sucesivas transformaciones que ha impreso a su régimen, buscando siempre el establecimiento del Estado de las masas (pero conservando siempre férreamente su propio poder personal), sus amenazas a los países occidentales o el peculiar populismo que ha introducido a costa de las rentas del petróleo son ejemplos bien notorios del mismo tipo de nacionalismo islámico que trajo a Irán el colapso del régimen del sha.

Pero la importancia de las exportaciones petrolíferas libias y el inmenso mercado que supone el país, gracias a los recursos financieros que le otorgan dichas exportaciones (más de 25.000 millones de pesetas diarias), han llevado, a pesar de todo, a los países occidentales a buscar el mantenimiento de relaciones normales con el régimen de Gadafi. El malestar va por debajo: la constante sospecha del apoyo libio al terrorismo mediterráneo, la certeza de que sus embajadas han actuado en determinados momentos como base de criminales, la preocupante inestabilidad del coronel, que hace imposible prever el curso de su política o intentar ajustarla a acuerdos o negociaciones.

La posibilidad de que el régimen se vea cercado interiormente es escasa. La escasez de bienes de consumo o la mala gestión económica se ven parcialmente compensadas por el populismo de Gadafi, y en todo caso dificilmente podrían dar origen a un movimiento popular que el Ejército no pudiera controlar (sus recelos ante el comunismo ortodoxo no le han impedido a Gadafi importar armamento moderno de la Unión Soviética).

Mayor amenaza para el régimen es la que se deriva de su continua perturbación de los equilibrios geopolíticos. Gadafi es un obstáculo en los proyectos africanos de Giscard, una continua amenaza para el conservadurismo interno y externo de Sadat, una fuente de inestabilidad general, que en nada favorece a los intentos norteamericanos de reequilibrar el Mediterráneo oriental. El intento, real o supuesto, de golpe militar en Tobruk apunta a las verdaderas debilidades de Gadafi: una conspiración de palacio o la formación de una fracción disconforme dentro del Ejército encontrarían rápido apoyo en la intelligentsia europeizante, en la clase media, descontenta, y, desde luego, en las potencias occidentales y su sufrido peón, Sadat.

Así, Gadafi, el iluminado puede acabar siguiendo el trillado camino de tantos dirigentes mesiánicos que, antes que él, movidos por un sincero nacionalismo y un profundo deseo de enraizamiento popular, han acabado aislándose externa e internamente, desconfiando de posibles aliados y colaboradores, para sucumbir ante el mínimo Macbeth de turno, movido por la ambición de una esposa o, más modernamente, por las promesas y los fondos de alguna embajada.

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