Recuerdo de Mariano Perla
Joven y brillante periodista, durante la guerra civil había dirigido en España, si no me equivoco, el diario Mundo Obrero y -claro está- militado en el que ellos Ilaman por antonomasia el partido. Pero la conmoción sufrida, por éste, en su teoría y sobre todo en su praxis, precisamente por aquellos años críticos, había de convertir a Mariano en el implacable anticomunista que conocí yo, exiliados ya ambos en Buenos Aires, donde, al comienzo, procuraba penosamente ganarse la vida trabajando en los ambientes del periodismo porteño.Mariano Perla era hombre de ingenio muy agudo, mordaz a veces, y estaba dotado de una inteligencia clarísima, cuya lucidez hacía deliciosa su conversación. Era también hombre bondadoso en grado sumo: bajo el aguijón de su ironía punzante podía sentirse el rezumo agridulce de su profunda y como dolorida bondad. Nos reuníamos con frecuencia; a mí me encantaba charlar con él.
La fama
Varios años hubo de pasar allí este amigo, entregado al brujuleo y ajetreo de su profesión, hasta que de pronto, un día, por ministerio de la televisión, le vimos ascender de modo fulminante hasta la cumbre de la fama.
De la noche a la mañana, se había convertido en una celebridad. Su nombre estaba en todas las bocas; su estampa era reconocida y aclamada por los transeúntes con quienes se cruzaba en la calle: «Mirá, negra, mirá; aquél es Mariano Perla». Solicitado, agasajado, adulado, a sus bolsillos acudía copiosamente el dinero que él debía derramar a manos llenas... Estaba, en fin, absorbido en esa esfera de extraña irrealidad donde las celebridades, si no viven, se mueven como sombras fantasmales. Y él, medio incrédulo, sonreía con su ironía de siempre.
Luego, de pronto, con igual celeridad y de la misma manera inexplicable, se apagó su estrella. Súbitamente, desapareció de la esfera pública y, sin que nadie pueda saber cómo ni por qué, regresó a la oscuridad de donde había salido. Ni su imagen ni el nombre sonado de Mariano Perla le decían ya nada a nadie. Y poco después de su eclipse supimos sus amigos que Mariano había muerto. A su entierro, en el cementerio porteño de La Chacarita, acudieron seis o siete personas. Uno pudo pensar en esa ocasión, cuando pasaba ante la estatua de un Carlos Gardel en esmoquin de bronce erigida sobre la tumba del llorado y añorado cantante, que no siempre la popularidad es tan efimera...
¡Mariano Perla! Esta mañana, al cabo de tantos años, su figura ha surgido en mi memoria; y melancólicamente quiero dedicarle este recuerdo.
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