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Tribuna:
Tribuna
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Una broma de verano

Empieza a interpretarse ya como una anécdota de verano, por su curiosa presentación, el supuesto «divorcio» entre el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, y su vicepresidente universal, Fernando Abril. Se ha llegado a mezclar en todo esto otro supuesto y paralelo distanciamiento entre las esposas de ambos, llegándose a convertir este asunto, por gracia del periodismo anecdótico y de los cenáculos madrileños, en un tema probablemente atractivo para las revistas del corazón.Sin embargo, cualquiera que sea la realidad sobre este suceso, procede hacer algunas precisiones en orden a los modos políticos de Gobierno exigibles en una democracia, y a una valoración fría de los resultados políticos de esta tercera experiencia democrática en lo que va de siglo, especialmente en las áreas de poder o de Gobierno.

En cuanto al primer asunto -los modos de gobierno-, parece muy claro a la opinión pública que el fino talento político de Adolfo Suárez ha consistido principalmente en interpretar felizmente los deseos del Rey respecto al cambio. Esto hay que concedérselo porque es honesto hacerlo así. El Rey esperaba homologar con Europa -justamente- dos cosas: el sistema político y la institución monárquica; homologar el sistema político exigía establecer la democracia parlamentaria mediante el pluralismo político y las libertades. La institución monárquica, en su homologación con Europa, y las características de este país, con una izquierda republicana, y el socialismo relevante después de la segunda guerra mundial iba a parecerse más, con las variantes correspondientes, a aquella situación española que derrocara a doña Isabel II y estableciera a Amadeo de Saboya que a aquella otra de la Restauración de Cánovas y Sagasta, con don Alfonso XII. El progresismo era su clima. Sólo faltaban los militares. El riesgo no era otro que aquel que no pudo superar el rey Amadeo, y que no era otro que la tendencia de los españoles a descuartizarse, y expresado en un memorable documento de abdicación. El valor y la buena fe del Rey actual de España, Juan Carlos I, estaban bien probados en aquel mes de julio de 1976, y la audacia de. interpretar ha sido bien notoria por Adolfo Suárez, cuyo exponente más alto fue la legalización del Partido Comunista, después de distraer mágicamente a los tenientes generales a los que desorientó con prodigio. Uno de ellos llegó a decir -según se cuenta- «¡Viva la madre que te parió!», cuando precisamente les decía todo lo contrario de lo que iba a hacer. Seguro Adolfo Suárez de que su respaldo estaba en el Rey, ha operado estos años políticamente y equivocadamente con un claro alejamiento de su partido, que fue creado urgentemente y artificialmente desde el poder en aquella primavera de 1977. Esto entrañaba dos riesgos: el primero era el de comprometer a la Corona en los actos de poder, o de Gobierno, cuando un aspecto fundamental del cambio consistía en no desplazar el desgaste hacia otro lugar que el propio, y al de las áreas políticas que titularizaba; el segundo riesgo ha sido el de convertirse en autócrata o déspota de su partido, por cierto afán iluminado de presidencialismo político, y por todos los recelos justificados que el político tiene de sus congéneres. En cuanto al primer riesgo, el Rey se ha defendido acertadamente todo lo que ha podido del deterioro desplazable de Suárez hacia su persona; porque, sí resulta auténtica esa leyenda de que el apellido Borbón entraña destreza para salvarse de las trampas, y es inconsecuente respecto a amigos y devotos por razones de Estado y de la Corona, don Juan Carlos viene siendo un Borbón admirable. Su operación capital fue la de tener a su merced a las Fuerzas Armadas como garantía de la estabilidad en el cambio. Y ahora su comportamiento es exquisitamente constitucional. Pero el autocratismo y el despotismo no ilustrado de Adolfo Suárez en su partido -en la versión del tiempo de don Carlos III- ha generado la inquietud y la alarma de sus barones, quienes son los verdaderos autores del proyecto de decapitación de Suárez, mediante las disensiones internas. Este modo peculiar e inaceptable de Gobierno por parte,del presidente alcanza su nivel máximo en la designación de un valido, a la manera de los monarcas absolutos de nuestra vieja monarquía. Este valido no fue otro, desde los comienzos, que su estrella política segoviana, Fernando Abril Martorell, cuya vocación indudable hacia el poder aparece del brazo de Adolfo Suárez en Segovia, y después sigue su curso desde Castellana, 3, de López Rodó en adelante. Las características personales de Fernando Abril son las de cierta aspereza de carácter, un desdén intrínseco a los políticos y a los periodistas, una aceptable capacidad de trabajo, y una estimación del Parlamento como un trágala y una cobertura. La actitud de Suárez es la sonrisa, y la de Abril Martorell, el gruñido. Probablemente, el presidente del Gobierno pensó que esta colaboración de la sonrisa y el gruñido era útil. Por todo ello lo elevaría a los más altos niveles. Suárez se encerró en su palacio, rodeado de gentes primerizas y oriundas del mundo diplomático para no vivir alarmado, y Fernando Abril Martorell reñía las batallas políticas y económicas, grandes y pequeñas, del acontecer diario. Era un valido clásico. Solamente desde el poder, y con el dominio de las bases electorales antiguas, podía haberse hecho el partido de Unión de Centro Democrático. Esto lo sabían perfectamente los barones, los cuales entendían que en tanto el Rey siguiera respaldando al presidente -no podía hacer otra cosa-, y éste estuviera seguro de su fuerza, Poco tenían que hacer, mientras que para un político siempre es remunerador ser ministro, o diputado, o lodas esas cosas que ofrece «una carrera política»; así es que a tragar. Pero cuando aparece el desgaste del conjunto, por el inventario desafortunado de los graves problemas nacionales, entonces los barones se plantean el dilema de Hamlet sobre el ser y el no ser, y empiezan a alimentar la idea de que es más importante el partido que Suárez, y no al revés; por tanto, el partido no es discutible; pero, Suárez, sí. Este es el resultado y las consecuencias de la gestión de un autócrata de buena fé y su valido. Adolfo Suárez, sin embargo, hizo otra cosa positiva, como fue la segunda operación de cambio, y que fue el consenso con la izquierda para hacer una Constitución con la Corona dentro. La izquierda española, que era nueva -lógicamente- después de cuarenta años de destierro, aparecía ideológicamente gloriosa, personalmente ambiciosa y políticamente inexperta; así es que, por todo esto, dio todas las facilidades a Adolfo Suárez. El problema ahora es que esta izquierda ya se sabe la lección, ha roto el consenso y es una verdadera alternativa de poder a Adolfo Suárez y lo que representa. Ha planteado el siguiente esquema: «Dado que en el Congreso nadie tiene la mayoría absoluta para gobernar, nosotros podríamos asistir o negociar con UCD, pero sin Suárez». El nuevo período político nace ahí, y no en otra parte. Se produce la moción de censura del pasado mes de mayo, y el partido en el poder, que no es una mayoría absoluta, sino una minoría mayoritaria, se queda aislado en el Parlamento. Adolfo Suárez no presenta la votación de confianza porque la hubiera perdido, y como el Rey no tiene asistencias jurídicas en la Constitución, para hacer la moderación y el arbitraje que tiene asignados, no puede decir al presidente del Gobierno que ya no puede gobernar como gobernaba, y que, o alcanza una mayoría para gobernar o tiene que marcharse. Esto es un supuesto por mi parte, ya que no sé si el Rey piensa de esta manera. Lo positivo para el Rey y para el sistema político democrático es que se lo hubiera dicho. El periodista político tiene el derecho a decir esto y, parándose ahí, ya da muestras de su comedimiento. Ahora mismo lo que procede salvar y defender a toda costa es el prestigio de la Corona, entre otras cosas porque es la garantía más evidente de la democracia.

Y ahora vamos con el segundo gran problema y que es el deterioro político de la figura de Adolfo Suárez y de su valido Fernando Abril Martorell, iras reconocerles audacia, trabajo, y algunos aciertos. Este artictilo no es una soflama, sino un análisis; se trata del inventario de una situación a los tres años de haberse establecido la democracia. Me refiero a los resultados que es preciso analizar en virtud de una ,acción o gestión de gobierno, y con la intención de salvar de todo compromiso al sistema político, es decir a la democracia. Hay dos temas capitales y un tercer problema importante. Los dos temas capitales son la necesidad de fabricar un nuevo Estado, el llamado Estado de las autonomías, que todavía no se ha hecho y que está sometido a la intimidación, al terror, mientras que no sale el .proyecto de una ambigüedad política y jurídica, y de una de,scapitalización gradual del prestigio del Estado. El segundo problema es la crisis económica,

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de pura naturaleza interior, aunque agravada por la incidencia de la política energética internacional. Las consecuencias globales y resumidas de esta grave crisis son el regreso probable a una economía de Tercer Mundo: el paro, la baja productividad y la inflacción en niveles asustantes. Sus causas no son otras que dos: las fuerzas políticas, ensu rodaje inicial, no han tranquilizado al empresariado bajo la presión de dos alternativas de sociedad: la socialista y la de mercado. Y una preocupación capital de los distintos Gobiernos, desde 1977, por los asuntos políticos, subestimando los económicos; y por una inexperiencia atroz, por parte de todos, para hacer el pacto social, que era tan exigible e indiferible como el pacto político para hacer la Constitución; tendría que haber habido otro pacto económico social, puesto que los pactos de la Moncloa resultaron un fracaso denunciado todos los días. El tercer problema es el de una descomposición gradual. El pueblo español tiene conciencia de un mal gobierno y de unos resultados precarios, sin que deje de comprender las dificultades políticas de la transición. Adolfo Suárez puede exhibir justamente haber traído, con la ayuda del Rey y de las Fuerzas Armadas, a todas las fuerzas políticas del país para una concurrencia, liquidando los exilios como un fenómeno inaceptable,en las postrimerías del siglo XX. Puede envanecerse igualmente de haber obtenido una Constitución, independientemente de su ambigüedad y de los problemas que está suponiendo; pero no puede enorgullecerse de más, siendo esto meritorio. Los más críticos -y yo no quiero serlo- podrían decir que ese triunfo de Suárez fue alcanzado a un alto precio. Pero es igual. Lo que ocurre ahora es que Suárez está obligado -con éxito improbable- a liquidar el modo de gobernar que ha tenido hasta la fecha, y ello empieza por la necesidad de librar a la Corona de unos desgastes que no son suyos, y democratizar su partido, acabando con su autocracia reflejada en la Moncloa, y con su sistema político de validos. Después de esto, tendrá que alcanzar en otoño una mayoría parlamentaria para gobernar Por el momento tiene dos fuerzas posibles, representadas por Fraga y Pujol. Ninguno de los dos va a ofrecerle gratuitamente su colaboración. Entonces, lo primero que tiene que meditar Adolfo Suárez es que, sin esas fuerzas, su gobierno ya es imposible; y con esas fuerzas tiene que establecer un listón de concesiones, en el caso de que pueda. Paralelamente a esto, debería tender puentes suficientes con los socialistas para hacer el desarrollo constitucional; difícilmente, pero mediante la negociación y la paz. Ardua tarea.

Esta es la empresa próxima y difícil de Adolfo Suárez, y por eso, reducirlo todo a un «divorcio» sentimental entre el presidente y su vicepresidente y entre las esposas de los dos, es toda una broma de verano. El viejo José Maria Gil-Robles, con muchos años y una mente prodigiosamente lúcida, escribía el otro día que «es fácil que presenciemos nuevos y dolorosos episodios de ese proceso de descomposición que ha comenzado por ser crisis de Gobierno para amenazar convertirse en crisis de Estado».

Hasta esta situación podría llegar la prolongación del desgaste de unos hombres y de sus métodos de gobierno.

Emilio Romero es periodista y escritor político, Y fue director de Pueblo, El Imparcial e Informaciones.

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