La otra negociación
La propensión, a lo que parece invencible, de nuestra acción exterior es considerar las cuestiones desde un enfoque predominantemente formal. Este formalismo es la consecuencia de una acentuada incapacidad para entender las realidades de poder. La consecuencia suele ser considerar que una relación está resuelta cuando está planteada, y alcanza el nivel de acuerdo. La realidad es, naturalmente, distinta, más complicada y más dura. Los acuerdos, la participación en organismo son el comienzo del camino, a veces empinado y abrupto.No hemos entendido desde hace mucho tiempo la realidad de poder en el trato internacional. La raíz está en la falta de participación de España en los asuntos mundiales, con protagonismo y apuesta suficientes, al menos desde comienzos del siglo XIX. No entendemos bien cuándo tenemos una posición de poder limitado, ni tampoco cuándo poseemos alguno. No hacemos política, no ya de poder, sino desde la comprensión de la realidad del poder. El resultado es una definición formal de los temas y un encogimiento, cuando no una irrefrenable tendencia a la evasión, cuando un asunto se desnuda de lo accesorio y se presenta en su meollo. Es aleccionador recordar cómo en el tema del Sahara el planteamiento fue, por una parte, enfocado desde el ángulo procesal de Naciones Unidas y desde los prejuicios y convicciones ideológicos. Ningún análisis de las realidades regionales, ni tampoco ninguna previsión sobre cómo encajaría la solución en los equilibrios globales. Cuando emerge la realidad de poder y no es favorable, la santa indignación y luego la resignación; más tarde, el cinismo y el escepticismo.
A esta tendencia coadyuva la manera de vivir la relación internacional en la época reciente de la transición política. En un primer momento -que se dilató más de lo debido-, esta,forma se resume en la política de las homologaciones. Cada fuerza política refuerza su posición potencia¡ interior, homologándose con la formación europea afín. El Estado se homologa democrática y europeamente. Ya hace tres años, en un artículo para este diario (La nueva posición internacional de España: la hora de la verdad) advertía yo que esta fase había tocado a su fin. Estábamos en junio de 1977 (EL PAIS, 19 de junio de 1977). Entrábamos en el período de las realidades, y no había que hacerse ilusiones de que nuestra definición democrática fuese a ahorrarnos encarar las dificultades normales. Cuando más que estábamos insertos en un área en la que se imponían las redefiniciones y los ajustes.
La negociación con la CEE se ha desarrollado en un doble plano: el técnico, planteado con suficiente competencia, y en el que podríamos denominar de nuevo de homologación. La solicitud de adhesión definiría la posición internacional de España: sería europea, democrática. Habría dificultades técnicas y económicas, pero no era necesario comprender en qué medida la ampliación incidía sobre las realidades de poder -económico, político- dentro de la Comunidad ampliada. Y es obvio que la ampliación significa un nuevo reparto de poder. Desde la derecha y el centro de la homologación europea tenía un alcance concreto: se trataba de afianzar la opción neoliberal capitalista; incluso el llamado argumento de la congruencia exigía que la adhesión se acompañase de una adscripción atlantista sin matices.
Las realidades de poder en Europa
Es obvio que la vida comunitaria no se agota en el juego de las instituciones de Bruselas. Tampoco termina en la conjunción de los intereses sectoriales. Se trata de una compleja relación de nueve países, en la que cuentan naturalmente la representación de los intereses de los sectores de cada uno de ellos, pero también la visión nacional de los más destacados. Todo ello, en una situación global en la que la Europa de los nueve se define desde una posición conjugable. La reducción de Europa a la coordinación de los intereses paraliza a Europa y dificulta la misma satisfacción de los intereses.
Puede servir de disculpa a esta miopía española el desconcierto europeo y la progresiva pérdida de la conciencia de la situación global -en términos económicos, políticos, de defensa- de la misma Europa.
No es popular hoy afirmar que España tiene pendiente con Francia una negociación esencial, profunda, que afecte a los temas esenciales. Francia está haciendo en pocos meses más por la retracción internacional de España que las fuerzas que explícita o implícitamente se orientan en favor de la involución política, de la que es condición un relativo aislamiento en el continente, completado por una entrega a la tutela de un protector atlántico.
Los errores franceses nacen de una contradicción esencial en que el Estado francés incurre en su política de integración europea. Esta contradicción opera de manera que su visión general cede ante el haz, de los intereses sectoriales. La contradicción se expresa ya en tiempo de De Gaulle. El general pronuncia el 9 de septiembre de 1965 una excelente oración fúnebre, que hubiese firmado Bossuet, a la supranacionalidad y, en buena parte, a la Europa política.
La contradicción de De Gaulle reside en que, haciendo una lectura correcta y de largo alcance respecto al papel histórico de Europa, obstaculiza los medios para que tal análisis se transforme en política. La concepción de una Francia autónoma dentro del sistema occidental, factor de equilibrio y su puesto para que la distensión necesaria no significase indefensión, exigía, si no un nacionalismo europeo, caminar hacia la Europa política. Francia y Alemania hicieron lo más difícil, uno de los grandes logros de la era: su reconciliación y su cooperación. Pero el objetivo esencial de evitar el renaci miento de un nacionalismo alemán y una seguridad alemana no dependiente de un factor extraeuropeo reclamaba un proyecto político. Este, una dosis gradual de su pranacionalidad. De Gaulle, en Rambouillet, expresa su veto a Inglaterra porque ésta sigue escogiendo el «altamar», es decir, su relación especial con Estados Unidos. La lógica del planteamiento obligaba a jugar Europa en toda su dimensión.
Después de De Gaulle, Pompidou y Giscard d'Estaing mantie nen la definición autónoma, pero sin los medios para llevarla a cabo. Bruselas se convierte en Europa. La tecnocracia prevalece frente a las ideas políticas. En consecuencia, la voluntad autonomista francesa se va limitando al mantenimiento de una fuerza de disuasión propia y complementaria. Sin proyecto europeo no hay posibilidad de autonomía francesa, relativa pero real. La posibilidad de que Francia y Alemania estableciesen el sistema que un día soñó Napoleón y trató de realizar por los métodos brutales de la intervención militar y una política dinástica familiar, desaparece. Y en esta desaparición surgen los intereses sectoriales como una única realidad atendible, por razones electorales, o en base a razones difícilmente reducibles. Cuando no hay visión de Estado, los intereses y los grupos de presión priman.
¿Qué Europa? ¿Para qué Europa?
Paradójicamente, el único país en el que existe congruencia entre los intereses sectoriales y la política de Estado. es en la Inglaterra neófita de Europa, en la que ncí existe incompatibilidad, entre la verdad propuesta -Europa- y la verdad social. Por eso, la señora Thatcher no es solamente congruente, sino bien orientada y exitosa desde sus supuestos.
Todos los análisis de prospectiva señalan un decrecimiento de la influencia económica y política de Europa para fines de siglo, si la tendencia a la disgregación,del orden económico internacional continúa, si la realidad de los blqoucs no se atenúa. Lo hacen el informe neoliberal y tecnocrático de la OCDE, el libro marxista de Gunwder Frank, la obra académica de Mary Kaldor, el informe de Leontieff. En Diario 16, un liberal español, Merigó, señalaba la oposición de intereses -oposición relativa y que no excluye, naturalmente, la cooperación en el sistema occidental- entre Estados Unidos y los nueve. Europa necesita el incremento de los intercambios mundiales, la relación corregida con el Tercer Mundo. La firma dé los SALT II despertó la preocupación por la posible desconexión entre el sistema central, intercontinental, nuclear y el teatro europeo. Atlantistas como De Rose o Sonnenfeldt alzaron la voz. La réplica a corto plazo: el despliegue de cohetes Pershing y Cruise bajo control americano.
La ampliación y España
En este marco general, España, Grecia y Portugal presentan su solicitud de adhesión. Grecia lo hace con una definición absolutamente profrancesa. Portugal, con menor profundidad; pero hoy se apresura a plantear la cuestión en términos políticos. Pero ninguno de los dos expone que la ampliación es la ocasión de un replanteamiento europeo en términos de situación global. España se mueve entre la homologación y los respetabilísimos intereses mesurables. Incluso en España separamos orgánicamente el departamento que lleva la política internacional general del que negocia.
La realidad, amarga pero inevitable, es que la ampliación implica realidades de equilibrio de poder. Primeramente dentro de la Comunidad ampliada, mediante un mayor peso del sur europeo y la necesidad de la admisión, al menos parcial, de un modelo de crecimiento adaptado al Sur. Luego, equilibrio global al, sin disminuir la adscripción al sistema general, hacer gravitar esta zona hacia Europa. Unos ajustes no fáciles, pero prometedores.
España negocia en Bruselas el tratado de adhesión, se prepara para recibir el acquis communautaíre, todas las fuerzas políticas están de acuerdo. Hay una unanimidad que se va volviendo incómoda. Pero España parece entender que la negociación se realiza casi exclusivamente en Bruselas, no en Bonn, en Londres y, sobre todo, en París. Una negociación general con Francia respecto al sisterna de defensa que no estorbe el cumplimiento no lejano de los imperativos euroestratégicos, un trato general político. Una negociación difícil, política, directa, con París. Inglaterra envió como embajador ante la República Francesa a uno de sus mejores políticos, Christopher Soames. Habló mucho, en diálogos a veces incómodos, con De Gaulle. Nosotros despachamos los asuntos corrientes.
Cuando entremos en el tema con Francia, aún seguirán produciéndose las intolerables acciones galas contra nuestros intereses; incluso por un tiempo puede continuar la hostil tolerancia frente a acciones contra nuestro orden interior. Pero habremos situado la cuestión en su verdadero plano: político y directo.
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