Coitus interruptus
Eso no se hace, Lou. Esteban fue aquella noche al estadio del Moscardó expresamente para verte a ti, para que tú le refirieras tus últimos conflictos con la. ortodoxia matrimonial, el jinete, la aguja de mascar la muerte. Esteban estaba quietecito sobre la yerba, anunciando de antemano su única admiración: tú. Como de costumbre, lo rodeaba un grupo numeroso de jóvenes, entre quienes se encontraba un amigo, el oficinista de la aduana, y otro amigo íntimo, un estudiante de expresión agitanada y que ahuecaba los cigarrillos antes de encenderlos. Era posible acusar a ese gesto de querer hallar un hueco en la vida. Pero el estudiante destruía toda ilusión de imperialismo al llevar una coleta. Y todos te esperaron durante más de una hora, lánguidamente, Lou.Esteban sentía agudamente, durante la espera, la inutilidad de la vida de su hermana. Habría hecho muchas cosas por ella y, si bien Isabel le resultaba una extraña, le apenaba verla moribunda. La vida-le parecía un don. La declaración de «Estoy vivo» le parecía contener una certeza satisfactoria, al paso que muchas otras cosas consideradas incuestionables le parecían inciertas. Su hermana apenas había gozado del hecho de vivir y no había disfrutado sino de pocos, o de ninguno, de los privilegios de la vida. La suposición de que un Dios omnisciente -tú, Lou- llamara a sí a un alma cuando así le parecía bueno, no podía redimir, a sus ojos, la inutilidad de la vida de Isabel. El cuerpo consumido que yacía ante Esteban había existido sólo para sufrir; el espíritu que lo habitaba jamás se había atrevido a vivir y nada le había enseñado la abstención que se le había impuesto. Isabel jamás había sido ella misma.
Pensó Esteban que estaba deliberando, como en una mala traducción de Joyce. Cuando tú apareciste al fin, Lou, con pantalones vaqueros y camisa negra, Esteban agitó el hisopo dorado sobre el ataúd de su hermanita. Leyó gruñonamente el oficio y se dispuso a escucharte, a bailar, a aplaudir a la bestia triunfante.
Pero el dios enseñó garras de inquisidor. En cuanto oyó el silbido de una moneda volante, izas!, desapareció. Para siempre. Esteban se quedó helado. Y así sigue. Otros rompieron y quemaron lo que pudieron. El oficinista de la aduana repite ahora sin cesar: «Al lado de ese timador, UCD cumple».
Babelia
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