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Un viaje a la "belle époque"

Offenbach era un curioso personaje del París del siglo pasado, entrada ya la belle époque. Judío huido de Alemania, casado con una española hija de carlista huido de España, tenía una considerable tendencia a la tragedia, que, por algunas circunstancias del medio en que trabajaba como músico, se deslizaba hacia la ligereza y la suavidad: se le considera comúnmente como el inventor de la operette, que era una manera de reducir la ópera a una forma más fluida. Todas las noches, desde hace más de un siglo, un cierto número de espectáculos de París ofrecen una pieza de Offenbach: la tanda de can-can de La Vie Parisienne. De Offenbach salió un ballet, Gaîté Parisienne, con coreografia de Massine, que tuvo un gran éxito en la Opera de Montecarlo antes de la guerra.Maurice Béjart ha desmontado cuidadosamente la obra de Offenbach el ballet de la Gaîté Parisienne, la coreografía conocida, y lo ha vuelto a recomponer todo, introduciendo su propia coreografía, algunos recuerdos de su vida, fragmentos de la vida de Offenbach, ciertas evocaciones de París, unos toques oníricos, y ha creado una pequeña obra maestra. Tuvo un éxito importante en la presentación de su compañía -el Ballet del Siglo XX- en el Palacio de los Deportes de Madrid. El largo can-can es un prodigio coreográfico que rompe con todas las tradiciones, pero con ese misterioso arte de la coreografía de Béjart, que consiste en que esa rotura de tradiciones se haga sin ninguna violencia, como una especie de señal de continuidad con el pasado.

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Lo que cuenta la comedia danzada es tenue y se contiene en las breves líneas de descripción del programa: «Un joven llega a París para estudiar danza. Encuentra un profesor que, a la vez, lo adora y lo tiraniza. Constantemente él se evade con el sueño y llena su universo con personajes oníricos». Uno de estos personajes es el propio Offenbach -el viejito agarrado a su violoncello que durante años tocó en la Opera Comique, prodigiosamente interpretado por Micha Van Hoecke-, y el amor, los húsares, Napoleón III, la república -Marianne-, la diosa de la danza... Convenimos pronto en que ese joven -una creación de Víctor Ullate- es el propio Maurice Béjart: se contiene a sí mismo, sus esperanzas de cuando llegó a París, sus recuerdos... En la descomposición y composición nueva de la obra, Béjart introduce, con una coreografía de líneas rotas, de simetría que se hace y se deshace continuamente, un sentido del humor, de la ternura, de la poesía. E, invisible, una tenacidad en la construcción y en la escuela. Aparte de la calidad de los solistas, del rigor de estudio y ensayo de todos, hay un grupo de seis bailarines de una perfección inolvidable.

La Gaîté parisienne llena toda la segunda parte de un programa que comienza con las Variaciones, de Chopin, sobre un tema de Mozart (La ci darem la mano). Historieta breve: un descanso en el ensayo del cuerpo de baile femenino de un baller en el que aparece la imaginación del personaje mítico, Don Juan, simplemente para permitir que haya expresiones individuales y de conjunto de las mujeres de su compañía: y de su creación coreográfica. Si las Variaciones permiten el triple encuentro con Mozart, Chopin y Maurice Béjart -tres épocas que se fecundan entre sí-, el Paso a dos que le sigue encuentra otra trilogía: además de la personalidad de Béjart, la de Wagner y la de la música tradicional de la India (en un momento determinado, Wagner tuvo una inclinación por el budismo, y no sólo por él, por ese mito de la pureza de la raza indoeuropea que iba a cuajar en la trágica invención de la raza aria).

Lo que hace que el Ballet del Siglo XX -titular del Théâtre de la Monnaie, de Bruselas- sea uno de los más importantes del mundo es este espíritu de invención que libera el cuerpo de las viejas normas clásicas, que le hace mucho más suelto de movimientos que los ballet clásicos; pero que no llega nunca al descoyuntamiento de la danza experimental moderna: está dentro de una manera muy europea de ver, con mesura pero con audacia, la posibilidad de avanzar por un camino.

Cada uno de estos espectáculos en el Palacio de Deportes nos hace ver la contradicción entre lo necesario, inevitable y lo defectuoso. Es muy importante que este tipo de arte llegue al mayor número de espectadores y a un precio que sea posible, y que se desarrolle en un escenario amplio, que no limite las posibilidades coreográficas.

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