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Crítica:CINE/"SALÓ O LOS 120 DÍAS DE SODOMA"
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Mussolini y Pasolini

Donato Alfonso Francisco de Sade vivió a caballo entre el siglo XVIII y el XIX. Nada le fue ajeno. Convirtió la provocación en arte, la pasión en abyección, el dolor en placer, la sodomía en hábito. Ducho en tales materias, y a la vez escritor excepcional, su clara vocación por el escándalo le llevó a pasar en prisión gran parte de sus días, para acabarlos en un manicomia.Sus atentados contra la moral -aparte de sus aventuras personales-, atentados contra la virtud, su rebeldía ante Dios y los hombres han llegado ante nosotros en un puñado de escritos y novelas inéditos hasta hace relativamente poco. Dado el carácter de esta obra, no es de extrañar que haya servido de norma y pauta a cuanto rebelde intentó alzarse en contra de su siglo, de Rimbaud a Beaudelaire, de Sartre a Pasolini.

Saló o los 120 días de Sodoma

Guión y dirección de Pier Paolo Pasolini. Inspirado en Les 120 journées de Sodome. Fotografía: Tonino Delli Colli. Selección musical: Ennio Morricone. Intérpretes: Paolo Bonacelli, Giorgio Cataldi, Uberio Quitavalle, Aldo Valletti, Caterina Boratto, Elsa de Giorgi, Helene Surgere. Italia, 1975. Estreno en los cines Palace, Fantasio y California.

Sade, maniático del poder y del placer, como de la fría razón y la anarquía, anotó en sus jornadas nada menos que seiscientas pasiones diferentes, lo cual no es poca cosa, incluso para tan libertina época. Pasolini se ha conformado con menos, reduciendo sus variantes a tres capítulos, que él denomina círculos, nada menos que a la manera del Dante.

Los cuatro protagonistas de la historia no son en este caso un juez, un hombre de negocios, un noble y un obispo, sino poderosos jerarcas fascistas reunidos en una villa junto al lago de Garda, al amparo de sus buenos amigos nazis. La verdad es que en el filme hay mucho más de Sade que de Saló, de Pasolini que de Mussolini. Afirma el autor que nunca hubo en Europa un poder tan anárquico como aquel, lo cual supone aventurar demasiado en una historia tan amplia y corrompida como la nuestra. Lo que sí resulta evidente en el filme es su poder de provocación, muy dentro del espíritu del famoso marqués, tal como concebía sus jornadas, potenciadas por la fuerza inédita de la imagen directa, paliada a veces en grandes planos generales.

Iniciado con una secuencia exterior que hace esperar un filme distinto del que luego veremos, las diversas historias aparecen contadas por modernas cortesanas, mujeres de mundo que sustituyen a las viejas prostitutas de Sade, en un ambiente decó y al compás de una música que evoca vagamente los años cuarenta, salvo el Carmina Burana de la orgía final. En lo que al arte de provocar se refiere, es preciso reconocer que a su lado Borowczyk es un esteta, y Arrabal un párvulo.

Afirmaba Pasolini también que sus películas nunca fueron eróticas y en ello acertó, sobre todo en ésta; pero se equivocaba al añadir que el sexo hoy supone la satisfacción de un deber social, no un placer contra tales obligaciones.

La metáfora empleada en Saló, tras de su Trilogía de la vida, rodada y repudiada antes, no es válida. Quizá lo resultara para él, pero el sexo como obligación y fealdad a un tiempo vienen a darse como consecuencia, no como yuxtaposición. Otra cosa son sus alusiones a la anarquía y poder y su capacidad de convertir cuerpos y almas en cosas. De todas formas, estos cien días de Sodoma no están tan lejos como el autor pretende de sus Mil y una noches. Lo que sí se adivina en esta gélida y mortal historia, a un tiempo original y prestada, es un alán de destrucción total, al que el propio autor no aparece ajeno en absoluto.

Testamento de una conciencia burguesa encerrada en un subjetivismo incapaz de superar su crudo narcisismo, su desdén por la mujer resulta evidente, a pesar de un puñado de coartadas fáciles. Las razones políticas no van más allá del símbolo. Quizá por ello Pasolini, en su vida y en su obra, acabó transformando su propia metáfora en realidad palpable y amenazadora; a la sombra de Sade, quizá adivinó la aventura secreta todavía de su virtual derrota en su muerte prematura.

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