Vidas paralelas: Iggy Trini y Mari Pop
La larga noche de las semejanzas. Primero, el personal; escaso, pero cada vez más idéntico a sí mismo, dándole al maquillaje cosa fina para atrapar un rostro a toda costa pálido. Corazas franqueables, Ianzas de papel malva y puñales de plástico: todo es bueno para la blasfemia que nada precipita. Bajo los techos campeones del Real Madrid se esperaba al gran pop como agua en mayo, de regreso, de Móstoles, privoso, colgadillo y con su ambigua máquina sexual. Llegó por fin como las golondrinas rubias, tras deshojar las tiernas margaritas teloneras, entre luces violáceas y amarillas, con la cruz transparente de la marcha arrojadiza y prepucial. La plebe quiere marcha. Y marcha, lo que se dice marcha, la hubo. Pero entre parecidos esperpénticos y olor a involuntario fin de época. Iggy Pop se parecía un huevo a Martín Patino. Y eso es muy duro, así, de entrada y de salida, con perdón.Hay más: imagínense ahora a Antonio Gades soñando con ser Nureiev. Pues eso. Como rival, tocando altivamente el bajo, otro torso desnudo, a la manera del solista elástico. Y era igualito que la dama de Elche, disfrazada, eso sí, de turista danesa en Torrejón de Ardoz. Uno no podía menos de acordarse de Lou Reed en el mismo escenario, cuando tantos desengaños causó en las entrañas ácidas y cándidas del mismo personal. Lou vino en plan timante. Pero los genios tienen ese soberbio límite: no, no pueden timar; aunque quieran, chaval. El gentío retuvo solamente entonces el deseo aparente del monstruo, sin percibir que no se congelaba en asfixiante realidad. Iggy Pop, en cambio, ha venido por el atajo de lo sincero, pero sin más bagaje que una marcha donde jamás se pudo hallar ni el más leve destello musical. Para que me entiendan, cojo la pluma nada sospechosa de Joaquín Vidal: Lou Reed es a lggy Pop lo que Belmonte a El Cordobés. Poco importa, muchachos, que ambos tengan su Berrocal en David Bowie. Se domestica sólo lo domesticable, como bien sabe la grúa municipal.
Ante evidencias tan nocturnas, había que bailar, disimular, decirse que antes, poco antes, el Iggy era otro cantar. Pero a sabiendas de haber sido cantamañanas vespertinos a los que ya se nos pasó la edad de creer en camellos y Reyes Magos, aunque Sánchez Dragó vaya y se empeñe con dulce estilo epistolar. Y el POP se lo creía. Tenía un no sé qué de Olga Guillot después de un tratamiento milagroso para adelgazar. Y además cantaba los boleros con ritmo de feroz chachachá. Quería incluso ser un perro. Y lamía con gracia nuestra nostalgia angelical.
Muy duro amanecer. Porque Antonio Gades puede soñarse Nureiev, pase, pero no descubrirse cieguito al alba roja, transformado en Alicia Alonso en mitad del lago de los cisnes rockcialistas, mientras el personal corta caña a coro y espera la llegada de algún barco con turrón, berberechos y almejas.
Un salto a lo Iggy Pop: lo de Mari Trini, en la sala Windsor, sí fue otro cantar. Cerca de las dos de la madrugada, con pantalones ne gros y volandera camisa blanca, salió para lanzar palabras como dardos, emplear el pulgar como un índice, cargar de ambigüedad la reluciente cueva. Los había que estaban esperando a una María Ostiz en áspero y se encontraron con una muchacha que lo tiene clarísimo y que, llegue o no llegue a estrellarse, le reza de continuo a Edith Piaf. Un éxito rotundo. Y ahí asoma la lengua el enterado: «O sea, que prefieres lo de Mari Trini a lo de Iggy Pop». Puestos así, entiéndanlo como quieran.
Babelia
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