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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El horror a la dimisión

HAY ALGO que no funciona, o que funciona muy mal, en nuestro sistema democrático. Las instituciones y las leyes resisten con buena fortuna la comparación con las de los regímenes europeos, de manera tal que la Monarquía parlamentaria española es homologable a los restantes sistemas de gobierno basados en la soberanía popular, el sufragio universal, las libertades públicas y los derechos individuales. Ahora bien, las elecciones cada cuatro años y el mecanismo de designación del poder ejecutivo por el Parlamento no son los únicos rasgos definitorios de una democracia, sino tan sólo las condiciones que la hacen posible. Hay valores, normas no escritas y reglas de juego sin las cuales las formas institucionales, vaciadas de contenido democrático y desprovistas de apresto moral, constituyen una pura fachada de prácticas autoritarias. Un sistema de gobierno pluralista nada tiene que ver con la instalación en el poder, aunque sea a través de las urnas, de mayorías absolutas o relativas que se dediquen, durante su mandato, a ahogar la voz de las minorías, preparar su autoperpetuación y conculcar la letra o el espíritu de la Constitución.El señor Del Moral ha dado una prueba de que dentro de UCD existen hombres públicos capaces de dimitir irrevocablemente de cargos gubernativos por sus desacuerdos con la política que desde arriba se les trata de imponer. También la solicitud de Rafael Arias-Salgado de dejar supuesto de secretario general de UCD, aun que no su cartera ministerial, muestra cómo las corrientes de opinión pueden encontrar salida, en vez de ser obturadas, por el realismo de los políticos.

En cambio, la actitud del señor Del Burgo, que ayer utilizó trucos legales para no aceptar una moción votada por sus seis colegas de la Diputación de Navarra contra su propio e impúdico voto en solitario, entra ya en la zona preocupante del autoritarismo. Como se recordará, el señor Del Burgo se vio mezclado, hace algunas semanas, en un asunto de presunta colusión que arrojaba dudas sobre la independencia entre su gestión política y la administración de sus propios negocios. Una comisión de encuesta designada por el Parlamento Foral entregó un voluminoso dossier a los miembros de esa Cámara, que decidieron, por mayoría absoluta, sin ningún voto en contra, y con nueve parlamentarios de UCD presentes en la sesión, pedir al señor Del Burgo que dimitiera como presidente de la, Diputación de Navarra.

Es bien sabido que la Diputación de Navarra tiene los poderes y competencias de un Gobierno autonómico y maneja más de 24.000 millones de pesetas de presupuesto. Aunque el Parlamento Foral es el equivalente del poder legislativo en una comunidad autónoma, entre sus atribuciones no figura la designación de ese Gobierno, llamado Diputación, cuyos siete miembros son elegidos directamente por el voto popular, dado que adquieren la condición de tales quienes encabezan las listas de las diferentes circunscripciones electorales del antiguo reino. El presidente de la Diputación de Navarra, cuyo poder seguramente envidiarían el señor Garaikoetxea y el señor Pujol, es elegido por los propios diputados. De esta forma, el señor Del Burgo, que obtuvo su mandato por una cerrada victoria, de cuatro sufragios contra tres, es presidente de la Diputación gracias a que se votó a si mismo.

Dada las peculiaridades del régimen foral navarro y, la forma en que el señor Del Burgo accedió a su actual cargo, la moción aprobada por el Parlamento Foral, aunque política y éticamente vinculante, carecía de fuerza jurídica. El señor Del Burgo perdió, sin embargo, una excelente ocasión para quedar bien ante los demás y ante sí mismo y para permitir a UCD, que no le respalda de manera claramente mayoritaria, a pesar de ser su partido, salvar la cara. Ahora su resistencia a que sus seis compañeros de la Diputación, de los cuales tres salieron elegidos en las listas de UCD, decidan sobre su permanencia en la presidencia muestra bien a las claras la singular e interesada interpretación que de la democracia puede hacer un hombre elegido en las urnas.

Desgraciadamente, el gusto del señor Del Burgo por su cargo no le ha llevado tan sólo a esta retorcida interpretación de la ley de Régimen Local; también le ha sugerido la de reconducir su contencioso personal, al fin y al cabo situado en las inciertas fronteras entre los negocios y la política, al delicado y espinoso terreno de. la integración de Navarra en Euskadi. La noticia de que los partidarios del señor Del Burgo se disponen a celebrar una manifestación a favor de su líder y en contra del País Vasco no sólo produce estupor, sino que también despierta graves sospechas sobre la manipulación provocadora que la convocatoria implica.

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