Dólares y lágrimas
Bien, ya están aquí los esperados oscars. Esa estatuilla dorada consagra, según unos, malogra, según otros, actores, directores, filmes, pero el caso es que todos aspiran a retratarse con el famoso trofeo, entre las manos. Su nombre ha sido copiado por multitud de medios de comunicación o de expresión y hay ya tantos oscars como elementos de consumo. Hay quien dice que para un actor supone no volver a triunfar en su carrera, pero, a pesar de todo, su concesión promueve casi siempre, risas y lágrimas, suspiros y desmayos.
Como en todas las magnas loterías, hay premios gordos: mejor película, mejor director, mejor guión o mejores intérpretes principales; le siguen los de segunda división: actores y actrices secundarios, adaptación, fotografía, sonido, vestuario y demás, en una lista prolongada que acaba en la pedrea de dirección artística, montaje, partitura original o cortometrajes. A todo ello se añade la cortesía que se concede a la mejor película extranjera y el de consolación, que no viene sino a consolar con una mención especial aquellos que en la mayoría de los casos no lo obtuvieron a lo largo de carreras brillantes.
Quien esto firma y en estas mismas páginas, ya aseguraba hace bien poco que Kramer contra Kramer haría llorar al jurado de Hollywood. No era preciso aventurar demasiado como augur para asegurarle un puñado de estatuillas en el honrado corazón de los hombres buenos de América que deciden el palmarés más famoso del año. Su éxito comercial, dentro y fuera de país, completaba, si era preciso, el melodrama tejido por Robert Benton en torno al divorcio de Dustin Hoffman con su niño por medio. La verdad es que dólares y lágrimas siempre fueron buenos compañeros y siendo el cine una industria, sobre todo, nunca mejor que un oscar —dorado al fin— para redondear tal tipo de acontecimientos.
Grandes derrotados
Como en toda competición que se respete, hay también en este caso un gran derrotado: Apocalypse now. Afirman los exégetas explicando su caso que el cine vuelve por los senderos sencillos del cada día, sin tremendos problemas ni grandes decorados, pero es preciso reconocer que aparte de la funesta secuencia encomendada a Marlon Brando, el filme en cuestión no es el más a propósito para tranquilizar la conciencia del honrado jurado americano. No en balde, el conflicto de Vietnam estuvo prácticamente vetado de sus pantallas, salvo en casos muy concretos y contados y, como Bardem decía cierta vez, estos oscars de Hollywood son lo más parecido a aquellos premios y cenas de nuestro desaparecido Sindicato Nacional del Espectáculo.
Cada vez que uno de los galardonados sube al podium a recoger el vil metal de manos de algún predecesor famoso suele decir alguna que otra frase más o menos ingeniosa o profunda, según sus posibilidades. En este caso, Dustin Hoffman manifestó hallarse sorprendido de que la famosa estatua careciera de atributos sexuales. No hay por qué extrañarse. A fin de cuentas, siguiendo una tradición casi constante, viene a premiar productos un tanto ambiguos, a medias entre lo popular y lo comercial, entre el mercado de consumo y el verdadero arte.
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