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Tribuna
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Sobre el desencanto

Hace pocos días el tema del desencanto aparecía en el artículo de fondo de este periódico. ¿Desencanto de qué?, preguntaré yo, como los extranjeros que en una universidad de Estados Unidos oían pronunciar demasiadas veces esta palabra a políticos y periodistas españoles llamados allí a opinar acerca de la democracia en España.¿Hay motivos para el desencanto?

Mi respuesta, quizá condicionada por la experiencia más larga, es que no participo de esa generalizada ola, sin duda porque no entré con excesivas ilusiones en la etapa en que afortunadamente nos encontramos.

¿Qué encanto podía atraernos cuando en noviembre de 1975 un dictador caduco, tras largos lustros de poder personal, rematados en la senil impotencia de los últimos años, agonizaba en una clínica? ¿Podíamos esperar que las brujerías de los Arias Navarro y de las camarillas del partido se desvanecieran de repente? ¿Se podía confiar en las fuerzas políticas de España, latentes, larvadas, desconocidas, deformadas en el silencio y la persecución y la clandestinidad? ¿Teníamos alguna seguridad de que el aparato represivo de la dictadura, que aún fusilaba en septiembre de aquel año, no siguiera actuando como dueño del país?

No llegué por cierto a sentir .encanto, pero sí recuerdo la grata sorpresa de aquellas primeras jornadas, que fueron dando paso a una cauta y desengañada esperanza, en la que me mantengo.

El Rey tomó las riendas que la muerte al fin quitó de las manos de Franco, para anunciar de modo inequívoco el cambio. Y, poco a poco, pues el camino era muy largo, se fueron dando los pasos, los increíbles pasos por los que España dejó de ser un coto privado, y la luz y el aire fueron entrando en las tenebrosas covachuelas donde anidaban inverosímiles ministros serviles, de los que es mejor no acordarse.

Recordemos lo que fueron aquellos primeros meses, largos meses, con atentados, secuestros, terrores, rumores. Y el Rey y los ministros siguieron adelante, sin ruptura, porque el dictador se había muerto de sus enfermedades y la continuidad del poder público no fue en ningún momento rota.

Mas, sin ruptura, ¿es que el cambio no ha sido grandísimo? Cierto que antiguos resortes del poder dictatorial (fuerzas de orden, custodios de las cárceles y otros más) se resistían en parte al cambio, y todavía queda mucho por hacer. Cierto que, por tomar un ejemplo simbólico, un castigo ejemplar para los asesinos de los abogados de la calle de Atocha se ha hecho esperar demasiado, y ha tenido sus evadidos, pero al fin llegó, a pesar de pintadas y cantadas. Hubo elecciones y Constitución, y ayuntamientos elegidos. Las libertades de asociación, de palabra, de sindicación, de religión, han dado pasos increíbles. Los que no nos hemos sentido encantados en ningún momento, sí nos fuimos dejando ganar del asombro. Y cuando hemos vuelto a España de nuestra voluntaria residencia fuera, disfrutamos de esas libertades, y de la de no ser vigilados, como un regalo.

Tienen seguramente razón mis amigos de EL PAIS en expresar una cierta insatisfacción. Mucho falta todavía, pero no es lícito hablar de desencanto ante lo que son casos en el límite de la conquista de las libertades, justamente allí donde la no ruptura nos muestra todavía la mentalidad de los casi cuarenta años arbitrarios. Hay que conseguir leyes bien formuladas, y un espíritu de aplicarlas que entre nosotros no ha existido casi nunca.

Falta de respuestas creativas

Más justificada encuentro la crítica de EL PAIS a la falta de «respuesta creativa» frente a los problemas que agobian a nuestro país. Con razón dicen, en el artículo que comentamos, que pertenece a la cultura de la libertad que se responda de modo original y creador a las dificultades.

Pero esta creatividad, en un sistema democrático, no le corresponde sólo al Gobierno. También los partidos, los periódicos, los ciudadanos y sus agrupaciones tienen ese deber de buscar soluciones nuevas y adecuadas. La democracia consiste en que los ciudadanos, como mayores de edad, estén informados de lo que les afecta, y con voto vigilante confíen al partido político que mejor les parezca la solución de los problemas, pero sin hacerse ilusiones de que los problemas se puedan resolver de una vez para siempre.

En una democracia no es lícito prometer la solución de todos los problemas, ni es de demócrata confiar en que hay recetas mágicas para resolverlos. Allá las dictaduras con estas promesas. El Gobierno democrático sale de la misma comunidad que lo elige. Es la educación, la preparación, el celo por la tarea comunal que tengan los ciudadanos lo que se refleja en el gobierno eficiente y acertado en cada nivel: local, regional y nacional.

En ese clima, los problemas que nos agobian, agravados en lo económico por la desfavorable coyuntura mundial, deben ser un estímulo para esa creatividad que echamos de menos. Pero no sólo en el Gobierno, sino en nosotros mismos.

Dificultades económicas

Las dificultades económicas son sin duda muy graves, pero quizá no se ha celebrado lo bastante que la confederación patronal y los sindicatos más numerosos y menos demagógicos hayan trazado, con discusión libre y abierta, y sin duda un alto nivel de técnicos economistas, un acuerdo-marco que parece un envidiable logro democrático. Y reconozcamos que se han dado pasos de gigante en llevar a la conciencia de la gente el sentido social de los impuestos.

¿Quién duda que las autonomías son un arduo problema? Pero ¿no cabe verlas como oportunidad para la necesaria revisión y reforma de todos los mecanismos de nuestro viejo y viciado Estado centralista? ¿Es que no son una oportunidad para crear un derecho administrativo nuevo y mejor, y para despertar la conciencia del funcionario rutinario, dedicado a mantener sus privilegios y seguridad?

El terrorismo, que sigue causando enloquecidamente víctimas, se diría que da más palos de ciego y que se descompone en la actuación de grupúsculos profesionalizados en el crimen.

Cierto que no vivimos en el país del acierto. La ley de escuelas que se está aprobando sirve más para mantener nuestro desastroso sistema, con su clasismo de colegios de pago, que para fundar un sistema civilizado de enseñanza pública. Y el proyecto universitario arranca no de lo que se debería hacer, sino de la imposición resultante de los disparates del franquismo en sus últimas etapas.

Pero, sin desencanto, habremos de mantener una cauta esperanza, que nos lleve a apoyar la Constitución. Y habremos de ejercer nuestros derechos, entre otros, el de contribuir creativamente a la vida ciudadana. Todavía estamos en una etapa temprana: la de cimentar la democracia en la práctica de ella. Sólo si no vivimos activamente la democracia se sentirían, unos u otros, con derecho a quitárnosla.

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