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Naranjito a caballo

Uno de los dramas más patéticos del hombre es el abismo que suele mediar entre el propósito y el cumplimiento: «Pretendemos ofrecer una serie española que aporte un granito de buen gusto, otro de cultura, otro de prestigio ... », dice Natalia Figueroa que le dijeron hace año y medio los que han acabado sacando ese bodrio inmundo y grosero hecho contextos del Quijote que se está echando por la televisión. Pero el artículo de Figueroa (Abc, 21-2-80) no se contenta con celebrar a los autores, sino que se extiende en enumerar y encarecer toda una serie de espléndidos beneficios culturales que ya, sin haber terminado siquiera las entregas, se estarían manifestando por ahí como efectos de la joya. Entre esos beneficios, el más inexplicable y pintoresco es tal vez el siguiente: «Cuando terminen los 52 episodios de que consta la serie, un montón de españoles podrán decir que conocen la historia del Caballero de la Mancha. Podrán decirlo.... sin mentir. » Aun dejando a un lado lo extremamente discutible de tal afirmación y pasándola por buena, ¿para qué coños, me pregunto yo, puede nadie en el mundo necesitar poder decir que conoce el Quijote, sin que sea mentira, o incluso siéndolo, si se me apura?Por otra parte, confiaba yo en que después de lo que le pasó al pobre don Ramón Menéndez Pidal, cuando hubo de verse avalando y acreditando a pleno cartelón de nombre y apellidos aquel increíble Mio Cid, de Samuel Bronston, todos los académicos habrían escarmentado de una vez por todas en cabeza ajena para no dejarse engatusar ni llevar de la nariz por el primer industrial de la cultura, siempre dispuesto a aprovecharse de la inocencia de los sabios y capaz de dejar el prestigio mejor fundado a la altura del betún; pero ahora veo que todo un don Guillermo Díaz-Plaja, en quien los de mi edad (o «de mi generación», como diría un periodista) hemos mamado, como el otro que dice, las letras castellanas -aunque empiezo a dudar muy seriamente si bien o mal mamadas-, es el que sale por fiador de la nueva piececita, que no deja cosa humana ni divina por estropear.

Y si a este desliz de alcance ultramarino le sumamos la actuación senatorial de los académicos Marías y Cela cuando la Constitución -donde en verdad supieron hacerse acreedores a una buena tanda de palos-, habrá que echarse las manos a la cabeza y prepararse a morir, a poco cierto que sea que la dignidad de la lengua y de las letras patrias depende en alguna medida de la Real Academia y de sus miembros. Vista, así pues, la inoperancia -si es que no ineptitud- de las, por así decirlo, «instituciones naturales» de la cultura, el cometido de cortar de raíz abominaciones tan contraculturales y -¿por qué no decirlo?- antiespañolas, como este don Quijote-Naranjito, es una pelota que se va rodando ella solita hasta los mismísimos pies de quien tanto ha propugnado y propalado la «subsidiariedad» como criterio rector de las funciones de su ministerio y que ahora no tendría más que disparar la bota y arrearle al infecto engendro un chupinazo que lo mande a aterrizar en Disneylandia, donde, sin duda, ha de estar mejor que aquí. Sería erróneo e insuficiente concebir la subsidiariedad únicamente como apoyo económico y no también como refuerzo moral o incluso físico cuando una institución de la cultura -siempre, por naturaleza, delicada y débil- se ve sobrepasada por fuerzas más prepotentes y desconsideradas. Por lo demás, el asunto es de los que se atraviesan como el Hic Rhodus, hic salta! del que depende por entero el que un flamante ministro adquiera un mínimo de credibilidad ante el público (aunque podríamos hasta estimárselo como un aceptable debut de su mandato). Esperamos, pues, sin falta, ver a Cervantes y a sus aficionados -ignorantes o no- muy pronto libres y vengados de semejante afrenta.

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