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Carta abierta al hijo de un guarda civil

Recibo una carta -firmada por esta vez- de un hijo de guardia civil residente en Catalunya. El trato amable y cierto deseo implícito en la escritura de querer entender el llamado problema vasco, unido a la convicción de que el caso no es aislado, me animan a responder a su autor y a hacerlo públicamente.Aunque, probablemente, él no se la espera: «Si te dijera que soy hijo de guardia civil -escribe- y salmantino (¡cuántos paisanos míos hay en el bello País Vasco!), quizá no terminarías de leer ésta», pensando que debe producirme alguna forma de alergia comunicarme con un hijo de guardia civil.

No sabe que entre mis amigos los hay que son precisamente hijos del benemérito cuerpo y que, incluso, alguno de ellos -yo al menos conozco un par de ellos en San Sebastián- militan en Euskadiko Ezkerra (ya que la profesión paterna no es óbice siempre que el hijo supere la circunstancia, y habida cuenta que la cosa tampoco tiene repercusiones genéticas).

Por otra parte, todo hay que decirlo, el hecho de que haya tanto guardia civil en tan reducido espacio, hace que sus familias, que tienden a ser numerosas, den para todo.

De cualquier forma, lo que me interesa es desmontar una idea, bastante generalizada por cierto, que interpreta equivocadamente nuestra falta de simpatía por los servidores del orden público en razón de su origen de clase -proletariado agrícola-, o su lugar de procedencia, que no suele ser, en general, ninguna de las regiones históricas del País Vasco.

Cuando un guardia civil zurdo, salmantino y pelirrojo aparece en una barra de un bar de Euskadi, las voces no se callan ni las cabezas se vuelven a otro lado porque el recién llegado sea salmantino, ni por su condición de zurdo ni por pelirrojo, sino, sencillamente, por ser guardia civil.

Esto, quienes vivimos aquí, lo vemos claro.

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Algún día, supongo, la sociología aportará sus datos y apostaría a que vienen a decir que cuando ETA ha dado muerte a civiles ha mantenido, cuando menos, un cierto equilibrio entre autóctonos y foráneos, lo que, al margen de cualquier consideración acerca del método, demuestra que, cuando menos por ese lado, no hay ningún tipo de discriminación racial.

De la misma forma, inmigrantes e hijos de inmigrantes han sido abatidos por guardias civiles, quizá paisanos suyos, ya que, evidentemente, no todos los hombres llegados a este país procedentes del éxodo rural español han aceptado el uniforme para subsistir, tópico en el que torpe y desgraciadamente -hay que reconocerlo- parecen caer algunos.

Ultimamente, mi interés por distinguir entre los diferentes tipos de violencia, tema que trata también mi comunicante, está llegando a interpretarse como una especie de manía.

«Hablas, y siempre lo has hecho, en contra de la tortura, pero, ¿has pensado en la tortura psicológica a que se ven sometidos los guardias civiles y sus familias a diario? ¿Has pensado en las víctimas "inocentes" de viudas y huérfanos, cuando no sus desolados padres, que la mayoría de las veces no son otros que pobres campesinos extremeños, castellanos o andaluces, que a la vez son explotados por este y todos los gobiernos que hasta ahora ha habido?»

Efectivamente, he pensado, y pienso, en esa tortura que, al parecer, según me dicen amigos psiquiatras que ven guardias civiles en consulta, tiene consecuencias psicológicas bastante graves y se adorna con síndromes característicos. Estos guardias civiles, muchos de ellos asustados, algunos poco convencidos de la legitimidad de su función, quizá en franco desacuerdo con sus mandos, sintiéndose una mera prolongación de sus metralletas, no veo, cómo pueden esperar de todas formas ser amados por aquellos a quienes, de grado o a la fuerza, reprimen de uno u otro modo. Penosa su situación.

Revitalizar de forma generalizada no conduce a nada. Diagnosticar un mal es requisito indispensable para su curación. Hay que distinguir bien entre torturas y violencias, no por un simple afán disquisitivo, sino para estudiarle un remedio eficaz. Al margen de que no hay violencia más despreciable que la que ilegalmente ejerce quien precisamentb detenta su monopolio legal, ni ser más desamparado que aquel que sufre sus consecuencias, lo que ya de por sí obliga a distinguir, repito, que es sobre todo el noble intento de atajar toda forma de violencia lo que nos obliga a hacerlo.

Entendemos el dolor de una madre que en un pueblo de Castilla o de Andalucía recibe el cuerpo de su hijo, guardia civil, muerto en Euskadi. Pero entendemos también que la fórmula para acabar con la violencia en este país no se basa en la simple comprensión del dolor de ambas partes, ni en lamentarse y condenar una y otra vez con las fórmulas de ritual -«condenamos cualquier tipo de violencia, venga de donde venga»-, etcétera, sino la sustitución de las actuales FOP, ocasionadoras tantas veces del desorden público, por un Cuerpo de policía autónoma, tal como prevé nuestro Estatuto.

Juan María Bandrés, diputado de Euskadiko Ezkerra por Guipúzcoa.

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