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Recuerdos personales del profesor Jiménez Díaz

Don Carlos Jiménez Díaz vino a Madrid como catedrático de medicina interna en 1926, el mismo año en que yo comenzaba mis estudios en la facultad de San Carlos. Desde el primer momento atrajo don Carlos la atención de los estudiantes de medicina. Sus clases se llenaban, no sólo con los alumnos del curso de Médica que explicaba, sino con estudiantes de otros cursos y médicos en ejercicio. Entre los estudiantes se hablaba con entusiasmo y admiración de la brillantez de sus lecciones, de su abrumadora información bibliográfica y de la originalidad y precisión de sus diagnósticos.Yo no tuve la fortuna de ser alumno de don Carlos; le conocí en septiembre de 1931, con motivo del examen para el Premio Extraordinario de la Licenciatura. Por suerte para mí, el tema que nos corres pondió desarrollar fue el propues to por don Carlos. Mi ejercicio debió impresionarle favorablemente, porque al felicitarme por la concesión del premio con palabras muy efusivas, me indicó que le gustaría hablar conmigo. Acudí pocos días más tarde a su clínica y tuvimos una entrevista, cuyo recuerdo ha quedado firmemente grabado en mi mente.

Don Carlos se interesó por saber donde trabajaba y por conocer mis planes para el futuro. Al decirle que trabajaba en el laboratorio de Fisiología de la facultad, que pensaba dedicarme a esta materia y que tenía planeado ya trabajar en varios laboratorios en Dinamarca, Suecia e Inglaterra, don Carlos me instó para que, a mi regreso, me pusiera en contacto con él. Me habló entonces de la necesidad de una colaboración más estrecha entre las ciencias básicas de la medicina y la clínica, exponiendo sus ideas sobre el desarrollo de la medicina científica. Los problemas médicos, me dijo, surgen siempre de la cabecera del enfermo; pero la observación clínica no basta para comprenderlos y resolverlos. El progreso de la medicina, añadió, depende cada vez más del progreso de las ciencias básicas y de la integración de los resultados de la observación clínica y la investigacion experimental. Me habló después de su proyecto de crear un Instituto de Investigaciones Médicas, en el que colaborasen investigadores clínicos y experimentales, y de su deseo de reunir en esta institución a un grupo de personas interesadas, desde distintos ángulos, en el desarrollo de la medicina científica.

No volví a verle hasta comienzos de 1935, a mi regreso a España. Fui a saludarle y volvimos a tener otra larga conversación sobre los trabajos que yo había realizado y sobre la marcha de su proyectado instituto. Me dijo que los planes estaban muy avanzados y que no dejase de estar en contacto con él, pues le agradaría mucho si alguna vez, en el futuro, deseaba colaborar en las actividades de su institución.

Unos meses más tarde, Severo Ochoa, con quien yo trabajaba en el laboratorio de Fisiología desde 1928, me anunció que había decidido aceptar la dirección de la Sección de Fisiología del instituto de don Carlos. A través de Ochoa y de Barreda, quien había trabajado también en el laboratorio de Fisiología y se había encargado de dirigir la Sección de Fisiología Patológica del instituto de don Carlos, pude seguir muy de cerca los primeros pasos de la organización del nuevo centro. Fue una época de entusiasmo y actividad indescriptibles. Don Carlos visitaba los nuevos laboratorios de la Ciudad Universitaria con gran asiduidad, interesándose por todos los detalles de la instalación y explicando sus proyectos. En la primavera de 1936, el instituto había comenzado a funcionar; pero su actividad se vio interrumpida por la guerra civil y ya no volví a tener contacto con don Carlos hasta después de terminada la contienda.

A finales del verano de 1939 recibí una carta suya desde San Sebastián. Me decía que había tratado de ponerse en contacto conmigo para conocer los estudios sobre nutrición que mis colaboradores y yo habíamos llevado a cabo en Madrid durante la guerra. Me decía también que estaba decidido a reorganizar el instituto y me preguntaba si estaría dispuesto a encargarme de la dirección de la Sección de Fisiología, que la marcha de Ochoa había dejado vacante.

En septiembre de 1940 me incorporé al nuevo instituto, instalado provisionalmente en un hotel de la calle de Granada. Los medios de que disponíamos eran mucho más modestos que los del primer instituto de la Ciudad Universitaria; pero los compañeros encargados de la instalación habían sacado un excelente partido del reducido espacio y pronto pudimos empezar a trabajar.

He dicho alguna vez que los que trabajamos en el Instituto de la calle de Granada recordamos aquellos años con nostalgia. Desde el primer día se estableció entre nosotros una perfecta compenetración y un espíritu de colaboración que nos ayudaron a vencer muchas de las dificultades del momento.

El motor principal de la marcha del Instituto fue, sin duda, el ejemplo que nos daba don Carlos con su entusiasmo contagioso y su ilimitada capacidad de trabajo. A pesar de sus obligaciones en la cátedra, la Clínica Universitaria y la consulta privada, encontraba tiempo para pasar en el Instituto varias tardes a la semana. Se detenía en cada una de las secciones para informarse detalladamente de la marcha del trabajo, discutir los resultados y proponer nuevos experimentos. Su mente marchaba siempre más deprisa que nuestras manos; pero no recuerdo haberle visto nunca desanimado por la inevitable lentitud del trabajo experimental. Su actitud me hace pensar en la famosa frase del fisiólogo francés Magendie: «Es preciso tener un poco de paciencia, es más difícil realizar un experimento en el laboratorio que escribir un artículo crítico para una revista.»

Uno de mis mejores recuerdos de los primeros años del Instituto es el de las sesiones bibliográficas, que tenían lugar los jueves a última hora de la tarde. Además de los que trabajábamos en el Instituto, acudían a ella los que trabajaban en la clíníca de la facultad y algunas personalidades de la medicina madrileña de aquella época. Cada uno de nosotros tenía asignado un grupo de revistas de las que seleccionaba aquellos artículos que juzgaba de interés, para ser presentados en la sesión. Era un excelente sistema para estar al tanto de la literatura en otros campos, distintos del de nuestro trabajo habitual. La selección de los trabajos y la forma de presentarlos expresaban claramente la personalidad de los miembros de aquel extenso y variado grupo. Don Carlos daba ejemplo analizando siempre varios trabajos, que indefectiblemente comentaba con profundidad y erudición, señalando lo que había en ellos de importante y nuevo. Intervenía también muy activamente en la discusión de los trabajos presentados por otras personas. Su crítica podía ser despiadada cuando el trabajo elegido no le parecía de buena calidad científica y, sobre todo, cuando el presentador no conseguía dar una idea clara del contenido y significación del trabajo. Su actitud respondía, sin duda, al deseo de estimular nuestra capacidad crítica y de hacer que nos esforzásemos en estudiar concíenzudamente los trabajos que presentábamos.

Mi trabajo en el instituto terminó a fines de 1953, al aceptar la invitación de la Universidad de Minnesota que me llevó a Estados Unidos; pero mis relaciones con don Carlos no se interrumpieron hasta su muerte. Estoy seguro de que don Carlos sintió mi decisión; pero nunca se opuso a ella y una vez más demostró su generosidad y su afecto hacia mí al aceptarla.

Al crearse la Clínica Nuestra Señora de la Concepción, cuyo XXV aniversario conmemoraremos ahora, me escribió una larga carta describiendo sus proyectos, recordándome que yo tendría siempre en ella un sitio donde trabajar, e insistiendo en que debía de regresar a España. La última carta que recibí de don Carlos es del 22 de mayo de 1965. Describía con precisión clínica las lesiones que había sufrido en un grave accidente de automóvil. Estoy dictando esta carta desde una silla de ruedas, me decía, pero no estaría aquí si no hubiera sido por los esfuerzos que todos los nuestros hicieron para sacarme adelante.

A continuación, en forma típicamente suya, hacía varios comentarios acerca de unos experimentos sobre balances metabólicos de carbono y nitrógeno que yo había realizado y de los que le había hablado en una carta anterior. Terminaba, como todas las cartas que de él recibí, expresando su deseo de verme en la primera visita que hiciese a España.

Cuando le vi por última vez le encontré muy envejecido; pero conservaba el mismo entusiasmo y el mismo interés de siempre por la investigación médica. Al despedirnos me dijo, como de costumbre: «¿Cuándo se decide usted a quedarse en España?»

Estos recuerdos perso nales del profesor Jiménez Díaz no pueden terminar sin dejar constancia de mi gratitud hacia él. Su ejemplo y sus enseñanzas fueron fundamentales para mi carrera. Su invitación para trabajar en el Instituto de Investigaciones Médicas me permitió continuar mi labor experimental, cuando las puertas de los cen tros universitarios estaba cerradas para mí. No podré olvidarlo nunca.

Francisco Grande Cobián es profesor del Instituto de Investigación Bioquímica y de Nutrición Don Juan Carlos I, de Zaragoza.

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