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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La economía española ante una Europa en mutación: el contexto europeo / 2

El próximo decenio será difícil para la economía europea y ante el fracaso de las políticas económicas tradicionales para remediar la situación será necesaria una actuación en profundidad, tanto sobre las estructuras económicas como sobre los factores sociopolíticos que condicionan en definitiva las actitudes de los ciudadanos ante los fenómenos económicos,El caso español ilustra con cierto dramatismo esta situación común a muchos países europeos y merece un examen más detallado para establecer un diagnóstico y esbozar posibles vías de solución.

España es, en estos momentos, uno de los países europeos con mayor porcentaje de parados en su población activa (un 9,5% contra menos de un 6% de media en los países de la Comunidad Europea). Pero la existencia de ese millón y cuarto de parados, ya grave de por sí, sólo es parte de un problema que, considerado en su conjunto, tiene aspectos mucho más dramáticos. Para empezar, los ocupados representan en España el 32% de la población total, es decir, que sólo trabaja uno de cada tres españoles, lo que representa uno de los porcentajes más bajos de Europa (en las CCEE la media es el 38,5%).A continuación, es importante constatar que en los tres últimos años la población ocupada ha disminuido en 600.000 personas, evolución que ha quedado reflejada en un aumento del desempleo y en una disminución de la población teóricamente activa (es decir, dispuesta a trabajar.

Por último, y para completar un panorama ya de por sí sombrío, las previsiones sobre población en edad activa demuestran que dicha población aumentará en unas 300.000 personas anuales durante el próximo decenio. Ello significa que, simplemente para que no aumenten las actuales cifras de desempleo ni disminuya la bajísima tasa de participación, sería necesario crear unos 150.000 nuevos puestos de trabajo anuales, sin contar los nuevos puestos de trabajo necesarios para estabilizar el empleo actual.Esta particularidad de España, que se tiene tendencia a olvidar en casi todos los diagnósticos y programas que se formulan sobre nuestra economía, conduce a planteamientos que deben ser necesariamente originales. Una economía con niveles de productividad todavía bajos en el contexto europeo y una tasa de crecimiento elevado de la población activa sólo tiene salida si se producen tasas elevadas de crecimiento del PIB. Si situamos el crecimiento medio de la productividad en un 4% (en 1950-1970 fue el 5 1/4%) y la tasa de crecimiento de la población en edad activa en el 1%, la conclusión ineludible es que el PIB deberá crecer como mínimo al 5% para que no aumenten los actuales niveles de desempleo, o a más del 5% si se desea que disminuyan.

Una tesis en boga es que en lugar de intentar alcanzar tasas relativamente elevadas de crecimiento económico sería más oportuno repartir el empleo existente aumentando la escolarización, disminuyendo el número de horas trabajadas por persona y disminuyendo también la edad del retiro, que en España es muy alta. Todas estas medidas son, efectivamente, necesarias y en los países más avanzados de Europa constituyen sin duda uno de los elementos esenciales de una solución global. En España, sin embargo, debemos tener en cuenta dos factores:- La tasa de actividad femenina es tan baja que la hipótesis que se ha hecho de mantenimiento de la tasa global de actividad ya implica una disminución importante de la tasa de actividad masculina (por vía de la escolarización y la jubilación) que compense el inevitable y sociológicamente necesario aumento de la femenina.

- La disminución de la actividad de cada persona empleada para aumentar el número de personas empleadas es teóricamente posible en sociedades avanzadas si cada persona empleada está dispuesta a aceptar la pérdida del nivel de vida que correspondería a la disminución de su nivel de actividad (pérdida compensada por un aumento de su nivel de ocio). En una economía medianamente desarrollada como la española, los agentes económicos sólo estarán dispuestos a reducir su nivel de actividad si ello no implica una reducción de su nivel de remuneración. El resultado final sería peor que la situación inicial, puesto que al subir los costes unitarios se habría agravado la posición competitiva de la economía española, que es, en resumen, la causa profunda del desempleo.

Parece pues ineludible plantearse una tasa global de crecimiento de la economía española del orden del 5% anual si realmente se quiere hacer frente a la crisis.

La triste realidad es, sin embargo, que en el período 1974-1979 la economía española ha crecido a una media del orden del 2% anual y que se espera una tasa aún inferior para 1980. Debemos, pues, analizar las causas de la situación actual, para establecer un diagnóstico que nos permita al menos saber por qué la economía española, que en el pasado había tenido tasas de crecimiento sólo inferiores a las japonesas, se ha convertido en una de las menos dinámicas.

Los fenómenos económicos son siempre complejos e intentar sintetizarlos en el corto espacio de una página de EL PAÍS lleva consigo una simplificación inevitable. Sin embargo, correremos ese riesgo y empezaremos haciendo un poco de historia.

En 1973, la expansión de la economía española ha llegado a su paroxismo. Después de cerca de quince años de tasas de crecimiento únicas en la historia europea se producen dos años seguidos en los que el PIB crece al 8% y la inflación acaba disparándose simplemente por exceso de demanda, justo antes de que se produzca la crisis del petróleo, que añade un importante componente de costes en 1974.

En el momento en que se recibe el impacto de la crisis del petróleo se produce una explosión salarial entre 1974 y 1977. ¿Es coincidencia? En economía hay pocas coincidencias y sin duda el aumento de precios debido a la crisis del petróleo contribuyó a justificar las presiones salariales, pero la aceleración de los aumentos de salarios precedió en el tiempo y fue mucho más intensa que lo s aumentos de precios.

El fenómeno se complica, sin duda, porque el final del franquismo y el comienzo de la transición política se producen en un clima de exasperación de la clase obrera española, alejada del poder, con sus líderes sindicales y políticos perseguidos y convencida de que los frutos del rapidísimo crecimiento económico anterior han sido mal repartidos, en parte como consecuencia de un sistema fiscal profundamente regresivo. La explosión salarial de esos años consigue cambiar de modo importante la distribución de la renta nacional, que pasa en dos años del 61% al 64% de participación salarial. Pero, ¿a qué precio? La tasa de inflación se dispara y la balanza de pagos se deteriora de tal modo que las autoridades económicas se ven obligadas a adoptar políticas monetarias restrictivas que llevan a España a una casi total estagnación económica. Un cierto relajamiento de la política monetaria en el primer semestre de 1977 lleva a una brutal aceleración de la inflación y a una no menos brutal contención monetaria ese verano que, conjuntamente con una fuerte devaluación, consiguen cambiar el signo de nuestra balanza de pagos a costa de un fortísimo aumento del desempleo y un descenso continuo de la inversión productiva.

Se consigue, desde luego, una desaceleración progresiva de la inflación, que se situará este año alrededor del 16%, pudiendo haber sido menor si no llega a producirse otro aumento sustancial del precio del petróleo. Y durante los tres últimos años los aumentos de salarios ya sólo consiguen compensar la inflación anterior.

Esa es la historia, en pocas y muy simplificadas palabras. Lo grave es que una conjunción de hechos justificables nos ha llevado a una situación insostenible. Era justificable que después de cuarenta años de franquismo la clase obrera española se mostrara revanchista en lo económico. Era justificable que el Gobierno español hiciera lo que todos los demás Gobiernos: luchar contra la inflación por la vía de la contención monetaria. Pero también es justificable la actitud no inversora del empresario español, cuyo margen de beneficios casi ha desaparecido, cuyos costes financieros y salariales aumentan mientras su nivel de actividad disminuye, y que, además, encuentra ante sí un sindicalismo libre mientras que las leyes laborales todavía vigentes le mantienen atado

Estamos insertos en un círculo vicioso que, en las circunstancias actuales, no tiene por qué encontrar una salida positiva. En 1979 hemos tenido una tasa de inflación del orden del 16 %,motivada por las alzas salariales del año anterior y por el aumento exógeno del coste de la energía. Esas alzas de precios están induciendo a las centrales sindicales a reivindicar aumentos de salarios próximos a esa cifra que, añadidos a los aumentos del coste de la energía, harán inevitable otra subida del coste de vida del mismo orden de magnitud este año. La espiral inflacionista tenderá entonces a perpetuarse. Desde la óptica de la demanda en términos reales continuará el actual estancamiento. El consumo no podrá aumentar, puesto que, como hemos visto, todo lo que consiguen los aumentos de salarios es compensar los anteriores aumentos de precios, y no existe, por tanto, aumento del poder adquisitivo. Los restantes componentes de la demanda global están enormemente condicionados por una política monetaria que se mantiene restrictiva por temor a que si se relajara aumentarían las presiones sobre los precios. Al ser restrictiva la política monetaria, se producen tres hechos significativos:

- La balanza de pagos, ya de por sí fortalecida por el bajo nivel de la demanda interior, se ve reforzada por entradas de capitales motivadas por la insuficiencia de financiación interior, lo que ha motivado una apreciación de la peseta y la debilitación de la demanda exterior por pérdida de competitividad de las exportaciones. A ello se añade una disminución del crédito al sector privado por el impacto de las entradas de divisas sobre el crecimiento de las disponibilidades líquidas. Es lo que podríamos llamar el «síndrome salazarista»: cuanto más débil era el nivel de la demanda interior en Portugal, más fuerte era el escudo. En España, la peseta se ha apreciado hasta compensar con creces la devaluación de 1977, cuando, en realidad, la evolución de nuestros costes relativos debería haber llevado a una depreciación.

Este factor podría desaparecer en 1980, como consecuencia del mayor coste del petróleo, y es de esperar que nuestras autoridades monetarias no se volverán entonces restrictivas para proteger el nivel de nuestras reservas.

- El sector público no puede aumentar sus inversiones siguiendo una política keynesiana de compensación, porque si lo hiciera, la financiación del déficit resultante, tanto por la vía monetaria como por la de los raquíticos mercados de capitales, sería en detrimento de la ya escasa financiación al sector privado.

- Este último va dejando que su inversión disminuya lenta, pero inexorablemente, por dos razones: la debilidad de la demanda, tanto interior como exterior, y la insuficiencia de financiación como consecuencia de la política monetaria restrictiva, del aumento de las reservas de divisas y del déficit del sector público.

Hemos calificado la situación de insostenible porque las tasas de crecimiento económico que se pueden prever razonablemente si continúa el círculo vicioso, que son del orden del 2% anual, conducirán a aumentos del desempleo del orden del cuarto de millón al año, mientras la tasa de inflación se estabilizará entre el 10% y el 15%, y eso no lo podrá tolerar la sociedad española mucho más tiempo. El conformismo que muestran en privado la mayor parte de los economistas españoles no es una razón para aceptar lo inaceptable.

Sabiendo pertinentemente que la solución es dificil, podrían plantearse, en teoría, dos tipos de estrategias. Una, liberal, que están intentando Margaret Thatcher, en Inglaterra, y Raymond Barre, más tímidamente, en Francia, y otra de consenso, que se inicia en España con los pactos de la Moncloa, pero no tuvo prolongación en el período preelectoral subsiguiente. El próximo y último artículo de esta serie intentará analizar el posible contenido, las ventajas y las desventajas de ambas estrategias.

Emilio Fontela catedrático en Ginebra, es presidente de la Agrupación Europea de Política Económica; Eduardo Merigó, director adjunto de la OCDE entre 1971 y 1974, ex subsecretario, es en la actualidad presidente de VISA-España.

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