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Uruguay, satrapía sin sátrapa

Pregunten a un europeo qué rostro tiene la dictadura argentina, y dirá Videla; háblenle de Chile, y dirá Pinochet; díganle si está enterado de quiénes oprimieron a Nicaragua, y citará a los Somoza.Pregúntenle ahora quién es el dictador responsable en Uruguay de los crímenes militares, y vean cómo calla. Nadie lo sabe, a nivel de esos hombres comunes cuyo buen corazón se indigna por la violación de los derechos humanos; alguno, excepcionalmente, recordará que hay allí un presidente civil nombrado a dedo que se llama Aparicio Méndez, pero eso no vale. En este juego de preguntas y respuestas sobre el destino de millones de seres, no cuentan las marionetas, sino quienes las manejan.

La respuesta es otra: nadie recuerda cómo se llama el dictador de Uruguay, porque la dictadura uruguaya nunca se ha personalizado en un general con nombre y apellidos, o rostro apropiado a sus funciones (aunque en la iconografía de la delincuencia militar mi país ofrece ejemplos que hubiesen complacido a Lombroso).

Ese anonimato no es una carencia, sino una táctica; no un síntoma, sino una fórmula de complicidad. La cuenta que deberá pasarse a la dictadura uruguaya algún día contiene cientos de muertos y desaparecidos, miles de presos políticos (el porcentaje relativo más alto del mundo) y decenas de miles de torturados, pero no hay un militar individual que haga de pararrayos para la opinión mundial o la cólera de una sociedad tiranizada.

Por una parte, la dictadura organiza la culpabilidad colectiva de los torturadores y asesinos a bajo nivel del escalafón: en un cuartel todos los oficiales deben torturar (con preferencia, incluso, sobre los simples soldados y suboficiales).

En las alturas del régimen, la culpabilidad colectiva (no sólo por las torturas y asesinatos políticos, sino por el desmantelamiento y la involución social del país) se convierte en anonimato deliberado. El poder reside en los puestos del mando castrense y no en los nombres, como en una logia o en la mafia. Los coroneles torturadores ascienden a generales y son enviados a las estructuras de Gobierno; los generales las ocupan por el plazo reglamentario de actividad de su grado y, cuando pasan a retiro, deben abandonarlas; los espera entonces la vida privada, convenientemente mejorada a través del peculado, o, a los menos, la embajada en el exterior, que es una forma inocua y no competitiva de permanecer en política. El sistema cuida de sus miembros, pero también puede ser implacable; cuando el coronel Trabal, director de informaciones e instigador de torturas, es defenestrado hacia la embajada en Francia, pero persiste en mover hilos políticos, se le asesina a tiros en su garaje, misteriosa y eficientemente.

Los críticos del Uruguay demoliberal ya desaparecido, que estaba organizado como un welfare state burocrático y feliz, hablaron de un país «municipal y espeso», creo que citando a Rubén Darío. Otro poeta, Mario Benedetti, describía al Uruguay antiguo como una gran oficina, y

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ha dicho después que los militares golpistas intentan convertir al país en «una gran comisaría.». Ese sesgo de la mentalidad uruguaya permanece, aunque la historia ha transformado a la satira amable en tragedia y la inocencia está perdida.

El Uruguay mesocrático de los políticos civiles tenía como objetivo la generalización de la oficina; el de los militares, la de la comisaría. Sólo pasa que en esa gran comisaría nacional ya no se tramitan multas.de tránsito o hurtos de gallinas, sino la vida y la muerte de un pueblo.

Estas astucias burocráticas de lo macabro, esta culpabilidad colectiva del crimen dispuesto como reglamentación de la seguridad del Estado, es sin embargo de doble vía. En la pandilla que oprime a Uruguay no hay rostros supremos y, en consecuencia, los europeos no pueden decir el nombre del dictador a quien execrar individualmente. Pues bien: entonces habrá que pasar la factura a todos, cuando llegue el momento. La burocracia fue definida, alguna vez, como la conspiración de todos para no hacer nada, y aquí, el anonimato burocrático militar aspira a la complicidad para hacer todo sin sanciones para nadie. El consenso de las fuerzas armadas en el doble aspecto de la situación, durante casi una década de golpismo, ya no permite -como pudo sugerir en su principio, cierta diversidad en el pensamiento castrense- establecer grados de responsabílidad. En eso, el régimen de los generales uruguayos, aunque anónimo, no difiere de los otros similares del Cono Sur, donde también algún oportunismo opositor intenta distinguir entre «buenos» y «malos».

Apunto estas reflexiones sobre mi país, pequeño y lejano, al leer que el primero de febrero próximo el Partido por la Victoria del Pueblo (un grupo político uruguayo) efectuará un acto en el Palacio de los Congresos de Barcelona, para recaudar dinero destinado a la solidaridad con los presos políticos de Uruguay y sus familias. No sé si los españoles también enterados del evento pertenecen a los escasos que recuerdan el nombre del presidente títere; estoy seguro, en cambio, de que se atarearán inútilmente para recordar el del oscuro jefe que se oculta tras el sillón de Méndez (este general de turno en la «comisaría» se llama Queirolo, pero no esforzarse en retener el apellido; dentro de un año quizá sea otro retrato.

Hay que saber, sí (porque seguirán en actividad hasta que Uruguay se libere, y mucho después), qué es el Partido por la Victoria del Pueblo -un partido que lucha contra la dictadura fuera y dentro de su patria, como lo hacen el Comunista, el Socialista, el Nacional y tantos otros pretendidamente clausurados por los militares- y quién es el senador Enrique Erro, uno de los oradores del acto de Barcelona. Veterano luchador popular, ministro de Trabajo, miembro del Parlamento cuyo desafuero fue pedido por los mandos militares como condición para no dar el golpe de 1973, preso político y torturado en la Argentina de López Rega por fidelidad a sus principios; Erro podrá explicar con más detalle y autoridad la cuestión de estas líneas: el anonimato europeo de una satrapía olvidada, las formas en que la solidaridad española puede atenuar esa injusticia.

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