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Llanto por la muerte del profesor agregado

Cuentan del emperador Vespasiano (en la era posyoclaudiana hasta los economistas hemos leído a Suetonio) que en su lecho de muerte sus últimas palabras fueron, al tiempo que sonreía: «Me parece que me estoy convirtiendo en un díos.» Y sus allegados nunca supieron si en la frase había fe o ironía, aunque los cronistas se inclinan por esto último.Algo similar parece ocurrir con los profesores agregados de universidad: como cuerpo colectivo, parecen dispuestos a morir con la sonrisa en los labios. por convertirse en algo superior.

Keynes hablaba de la «eutanasia del rentista» causada por la inflación. Para bien de la sociedad, el rentista desaparece, porque sus rentas numéricamente constantes se reducen al aumentar los precios. En la sociedad actual la inflación no sólo es monetaria, sino también de títulos y se produce la eutanasia dichosa del agregado para convertirse en catedrático.

Esta metamorfosis crisálica va a producirse al calor benéfico de la ley de Autonomía Universitaria, cuyo preámbulo nos dice que la gran mayoría de los consultados al respecto «coinciden en la conveníencia de suprimir esa categoría de profesor agregado de universidad», sin dar los motivos de esa conveniencia. Uno, que ha sido profesor agregado de universidad, ha suspirado hondamente por pertenecer al cuerpo de catedráticos. Para lograrlo ha abandonado ese emporio de cultura y pluriempleo que es Madrid; para lograrlo ha abandonado una universidad norteamericana con una biblioteca como ninguna universidad española ha tenido, tiene ni tendrá. De modo que uno comprende, porque la ha compartido, esa ansia que tienen los agregados por convertirse en catedráticos. Pero ¿cuál es el motivo de tal desazón? Casi podría pensarse que sea una cuestión puramente nominalista, un fascinación proustiana y colectiva con la magia de las palabras. «Catedrático» es un vocablo esdrújulo, sonoro, lleno de empaque, de tono enfático, hierático, carismático, incluso mayestático. «Agregado», en cambio, es llano, suena amorfo, evoca añadidura, gragea, gregaris mo y grisura. Yo creo que este factor de eufonía es de lo más impor tante, porque vivimos en un país de rangos y de apariencias; por lo demás, entre ser catedrático y ser agregado no hay apenas diferencia. Derechos, obligaciones y retribuciones son casi iguales; las oposiciónes, también. El problema es, o era, que catedráticos y agregados son una misma cosa, pero con nombres distintos, uno bonito y otro feo. Y que la cátedra es una institución venerable, mientras que la agregación (del francés «agrégation») la trasplantó el señor Villar Palasí de Francia, porque el franquismo, cuando se le acababan los Reyes Católicos, se inflaba de copiar a Francia, a pesar de ser tan demoliberal y masónica.

Hasta aquí este articulo ha tenido un tono casi frívolo, que me parece necesario para hacerme perdonar del sufrido lector un escrito más sobre los problemas de la Universidad. Pero, fiel a su título, este artículo es un llanto porque, pese a su origen franquista y pese a la falta de lógica con que fue creada (y pese a mi pasado de agregado descontento), la figura del profesor agregado tiene una justificación y un papel que desempeñar. En lugar de matarlo, todavía estamos a tiempo de hacer del agregado un ser útil a la sociedad. En lugar de la Pavana por el Agregado Difunto sería mejor entonar la Misa de Resurrección.

Vaya por delante que me parece muy lógico que todos los actuales agregados (respetados los derechos adquiridos) se conviertan en catedráticos, ya que lo son en todo menos en nombre. La cuestión no es ésta. La cuestión radica en que la ley sólo contempla dos categorías de profesor numerario: la de adjunto, cargo que normalmente se accederá tras la publicación de una buena tesis doctoral y unos años de docencia concienzuda y responsable, y la de catedrático, cargo con el que se supone que culmina un considerable historial de investigación y enseñanza, y cuya misión normalmente será dirigir las labores de un departamento y coordinar uno o varios equipos de trabajo. Entre ambas categorías es lógico que haya una intermedia, la de un profesor que, aunque reconocido y consagrado, todavía debe hacer méritos para ser catedrático. Y nótese que el vocablo «catedrático» también es evocativo de catastrófico, cataléptico y catatónico. La asociación es significativa: alcanzado el techo del escalafón académico, sin estímulo económico ni acicate profesional para seguir investigando, muchos catedráticos tienden a remitir en sus esfuerzos e interesarse por otros campos, de los que el lucro privado y la política son ejemplos notorios y no necesariamente alternativos.

La figura del profesor agregado es, tal como se ha perfilado hasta hoy, poco justificable: la de un catedrático arbitraria y ligeramente capitidisminuido. Pero puede convertirse en un puesto clave dentro de la universidad, porque la figura intermedia entre el primer y último escalón del profesorado numerario es muy lógica y muy necesaria, y existe con diversos nombres en los mejores sistemas universitarios: EEUU, Inglaterra y Alemania, por ejemplo.

Yo propondría, por tanto, que se mantuviera la figura del profesor agregado, cargo al que se accedería por concurso o habilitación entre adjuntos u otros doctores que hubieran llevado a cabo, tras el doctorado, un segundo proyecto investigativo de envergadura comparable a la tesis doctoral, además de poder demostrar un digno historial de docencia. Y de entre los agregados u otros profesores de categoría equiparable, se seleccionarían los catedráticos, atendiendo de nuevo a criterios de calidad y cantidad investígativa.

es catedrático de Historia Económica de la Universidad de Valencia.

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