El colegio de España, en la Universidad de París
De la Real Academia de la Historia. Catedrático de la Universidad Complutense
Probablemente todos estamos convencidos de la gravedad que presentan los problemas internacionales que se plantean hoy al Estado español y de las dificultades con que se tropieza para su inserción en la comunidad internacional, después de haber permanecido marginado. Sin embargo, incluso para una solución, aunque sea a más largo plazo, de esos problemas, y sobre todo para que alcancen una cierta homogeneidad con los que a otros países se les presentan, creo que es conveniente cuidar la imagen exterior de España. Cualquiera que haya andado por países extranjeros, sobre todo moviéndose en áreas culturales o próximas a ellas, ha pasado por la penosa experiencia de comprobar cómo para un inglés, un francés, un italiano, la versión de su país que encuentra fuera es un apoyo para él, mientras que para un español, la del suyo constituye frecuentemente un obstáculo que hay que superar. Desde luego, esto no se debe a las condiciones de un país cuya riqueza humana es indiscutible, sino a los administradores o manipuladores, hacia fuera o hacia dentro, de esas energías humanas.
Pensando así, he leído con mucho interés el artículo que don Ramón Chao ha escrito sobre el Colegio de España en París, porque esta residencia para estudiantes universitarios y asimilados, para posgraduados y jóvenes investigadores, está emplazada en un conjunto que debe aproximarse a los 10.000 estudiantes, prácticamente de todo el mundo, y constituye, pues, un lugar de proyección especialmente privilegiado.
Como en el artículo del señor Chao se refleja fácilmente un interés por el relato histórico, me permito añadir en estas páginas unas precisiones, que en ningún momento quisiera que tomara por rectificaciones a lo que él dice. Quizá alguna de estas matizaciones que quiero introducir se deba al hecho de que las cosas no eran igual en torno a 1950 que después de 1968, y quizá por eso se produjo el 68 precisamente. De todos modos, muchas han quedado como estaban.
La primera observación que quiero hacer es que no resulta fácil entender eso de que el Colegio fuera entregado por un grupo de derechas a los vencedores de la guerra civil. El Colegio, después de la guerra española, siguió teniendo como director al señor Establier, designado por la Junta de Ampliación de Estudios, al inaugurarse en años de la República. Durante la guerra mundial, ocupada la Ciudad Universitaria por el ejército alemán, según las noticias que yo recogí, había sido convertido, dada su solidez, en un polvorín. El edificio estaba completamente terminado y nunca se añadieron más plantas. Al terminar la guerra mundial, el señor Establier volvió a hacerse cargo de la dirección del Colegio, el cual, al parecer, estaba desmantelado, y hubo que montarlo con camastros y mantas cedidos por el ejército americano. En 1948 el señor Establier obtuvo un puesto en la Unesco y avisó al rectorado de la universidad que dejaba su puesto. El rector convocó a los miembros de un patronato compuesto por igual número de españoles y franceses que debía proponer un candidato. Entre los franceses figuraban los profesores Bataillon y Delpí. El nombramiento de director era exclusiva mente de competencia del rector, una vez evacuada la propuesta del patronato. Ese rector era Jean Sarrailh, que no tenía nada de derechas, fue uno de los más insobornables y firmes antifranquistas y, al mismo tiempo, uno de los más apasionados amigos de España y de muchos españoles. El acuerdo rectoral dice: «Vu la proposition du Conseil d'Administration du Collège d'Espagne de la Cité Universitaire, en date du 25 Février 1949. Arrête: M. le Proffesseur José Antonio Maravall est nomé Directeur du Collège d'Espagne de la Cité Universitaire. Fait á Paris le Iº Mars 1949. Signé: Jean Sarrailh.»
El señor Establier, durante su dirección, había mantenido el reglamento aprobado en tiempos de la República, de acuerdo con las autoridades francesas. En ese estatuto se establecía que era exclusivamente para varones, y así siguió con un carácter que compartía con el mayor número de residencias similares en la Ciudad Universitaria. Algunos, quizá no más allá de media docena de los veinte colegios que existían, tenían o dos pabellones diferentes (Deutch de la Meurthe) o bien tenían una separación interna que hacía inaccesible una parte desde la otra (británico, sueco, danés, holandés). En años posteriores, y tiempo después de haber abandonado yo la Ciudad Universitaria, esto fue cambiando y algunos de los nuevos pabellones construidos tienen sistemas diferentes o adaptados en la medida de lo posible.
El reglamento del Colegio no estableció nunca un porcentaje del 40% para estudiantes extranjeros. Al contrario, reservaba íntegro el número de plazas para estudiantes españoles e hispanoamericanos. Fui yo quien introdujo el sistema, de acuerdo con las autoridades de la Fundación Nacional de la Ciudad Universitaria, de admitir estudiantes, generalmente de lengua francesa o inglesa -también había de algún otro país-, para facilitar los intercambios de lengua y de cultura. En compensación, un número aproximadamente igual de españoles era albergado en otras residencias, con la misma finalidad. En alguno de los cursos en que yo estuve llegamos a tener representantes de dieciocho paises diferentes.
El Colegio carecía de consignación para actos públicos, pero, basándome en, la generosidad de profesores y escritores amigos que pasaban con relativa frecuencia por París, de algunos artistas músicos, y cuando no de una díscoteca que, poco a poco, empezamos a formar, todos los viernes había un acto público que llenaba de ordinario el gran salón. Se restauró la biblioteca, que estaba bastante bien dotada de antemano, y que yo conseguí incrementar bastante. De los exiguos fondos del Colegio (que se nutría de las módicas pensiones y una pequeñísima subvención que concedía Culturales, sospecho que sin tener compromiso ninguno para ello), y aprovechando que a raíz de la guerra se suprimió el servicio de desayunos en todas las residencias, convertí el pequeño comedor en una sala de música. En estos actos de los viernes hablaron, entre rnuchos más, Tierno Galván, Laín Entralgo, Carlos París, Julián Marías, Antonio Tovar, el padre Batllori, etcétera. Se organizaba una exposición anual de pintores residentes o que habían residido, y llegué incluso a tener la satisfacción de que de una exposición monográfica del pintor catalán August, en su catálogo, escribiera un extenso comentario el eminente director del Musée de l'Art Moderne, Bernard Dorival. También participó en los jurados para dar premios, que conseguí ofrecieran centros españoles en París, la joven investigadora entonces, y hoy jefe del departamento de pintura española del Louvre, J. Baticle, buena amiga mía.
Todo ello dio tal resonancia al Colegio (puesto que de finales de 1948 a comienzos de 1954 apenas si hubo alguna rarísima manifestación semejante en otras residencias), que de una revista que entonces era importante, Les Nouvelles Litteraires, me enviaron un periodista para que se entrevistase conmigo. En el número del día 4 de diciembre de 1952 apareció en la primera plana de la revista una fotografía, en mi despacho, de tres estudiantes charlando conmigo, y, dentro, un relativamente largo texto que empieza con estas palabras: «... Il me fait admirer une bibliothéque fort riche, trop peu connue, une salle de concerts toute neuve. J'ai quelque difficulté á situer ses propes études, tant sa culture semble universelle ... »
Hay que tener en cuenta que en un primer momento la tesis de las autoridades centrales era la de que todos los actos se celebraran en la Maison International. Se discutió en una de las sesiones periódicas de las autoridades con los directores mi tesis: los actos de gran resonancia había que llevarlos a esa residencia central, pero los colegios, para fomentar la intercomunicación entre los estudiantes de diferentes grupos, necesitaban completa autorización para realizar todo tipo de actos culturales. Algunas veces estos actos llenaban el gran salón de tal manera que desbordaban desde luego la condición de acto interno. No olvido que Yepes, cuyo éxito en París, en el teatro de Champs Elyssées, había sido grande, en sus pasos por la capital nos prestaba la ayuda de avenirse a dar un recital, que alguna vez se montó en la misma casa internacional, y siempre con clamorosa acogida (pero nunca estuvo en las brevísimas estancias que con tal motivo hizo en el Colegio, en ningún alojamiento de lujo, porque entonces no existía ninguno de esta clase ni creo que luego se introdujera). Del sobrio y cómodo mobiliario de los dormitorios (semejantemente al del apartamento del director) se había encargado el arquitecto señor Feducci, y lo que sí se hizo sobre este punto fue amueblar también la cuarta planta, que nunca había sido habitada, con lo que se incrementó el número de plazas. Logré transformar los cuatro torreones en estudios para artistas. Allí trabajaron pintores catalanes como Jordi, Vilacasas, August, Oriach, Rafolfs Casamada, María Girona, Muixart, etcétera, y otros muchos, como Palazuelo, Chillida, Escasi, Eugenio Sempere, etcétera. Otros pasaron una breve temporada, como Tápies. En marzo de 1954 dimití, ante el patronato y el rector, de mi puesto de director, para venir a hacer unas oposiciones a Madrid. Meses después recibí la obra monumental de Sarrailh sobre el siglo XVIII, con una dedicatoria entrañable. Años después, empezado el otoño de 1969, nombrado catedrático asociado de la Universidad de París-Sorbonne, me instalé con mi esposa, por afectuosa acogida de personas que nos recordaban, en el más bonito apartamento de la residencia de profesores de la Casa Internacional, donde permanecí dos años y medio. Durante ellos he sentido un inmenso dolor, más de una vez, al pasar por delante del Colegio de España (la República, en cuya época se construyó íntegro el edificio, había puesto en su frontispicio el nombre del mismo sólo en castellano; todas las demás fundaciones ostentaban el suyo únicamente en francés). Creo, y así lo he comentado con amigos españoles y franceses, que es necesario arbitrar una fórmula para que el Colegio de España se abra, y creo imprescindible que se gaste lo necesario en salvar la situación de una institución del tipo del Colegio de España. Su presencia puede inspirar para años posteriores de su vida activa, a miles de jóvenes, una impresión de simpatía, de estimación; puede también inclinarles a lo contrario. En sus muy variados países, esos jóvenes llegarán después a ser individuos de niveles influyentes (económico, intelectual, artístico, etcétera), que contribuirán a expandir, a través de una larga suma de casos singulares, una imagen de España.
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