_
_
_
_
Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Derecha y centro

Diputado de CD por Madrid

La polémica sobre la derecha y el centro sigue encendida y con aire de subir de punto en las semanas y meses próximos. Se habla y escribe con insistencia sobre la «desunión de la derecha», debida, por lo visto, a los fuertes personalismos e incompatibilidades consiguientes. «Hay que unir la derecha con urgencia», se repite una y otra vez. Pero, ¿qué es la derecha? ¿Dónde está la derecha? Recientemente, uno de sus lideres no parlamentarios, don Federico Silva, señalaba, acertadamente, que en la Europa occidental industrializada la derecha representaba casi un 50% del voto popular. Lo que le permitía gobernar, en estos momentos, en la mayoría de los países comunitarios, por ejemplo.

En España sucede lo mismo. En las últimas elecciones. generales la derecha obtuvo un bloque de votos ligeramente superior a los de la izquierda socialista y comunista, convertidos después en sensiblemente superiores en el Parlamento, a través del sistema electoral proporcional y el artilugio hondtiano. Los votos de la derecha fueron en su inmensa mayoría a parar a las candidaturas del partido del centro. Análogamente a lo que ocurre en Alemania federal, Gran Bretaña, Francia e Italia, los electores de la derecha y los de las izquierdas socialistas se igualan, pues, globalmente, en porcentajes, y es, en última instancia, una mínima porción de ese electorado el que decide en cada elección los resultados parlamentarios finales.

En España es la derecha la que está en el poder y gobierna. desde hace cuarenta años. Los intereses esenciales que defiende -tan legítimos como los que defiende la izquierda- no impiden que la formulación de sus propósitos necesite modificarse drásticamente para hacer frente a las exigencias, aspiraciones y problemas de la sociedad que tiene delante. Cuarenta años son casi medio siglo. ¡Y qué medio siglo! Sin grave error puede afirmarse que no hubo un período de la historia humana con tantas y tan profundas modificaciones como las sucedidas de 1939 acá. El mundo de la electrónica y de la informática, con sus espectaculares incidencias en la existencia cotidiana de todos; la era nuclear instalada en el orden militar y civil con un cúmulo de resultados y condicionamientos positivos y negativos; los cohetes, satélites y estaciones espaciales. El despertar del Tercer Mundo y de los grandes movimientos populares y religiosos de diverso signo. Los 110 nuevos Estados independientes. ¿Qué grupo, partido, ideología política o tendencia social puede limitarse ante esta metamorfosis gigantesca a recitar su cartilla dogmática de los años treinta?

A cada época política corresponde su lenguaje y su mentalidad adecuados. En España tenemos a esos efectos el episodio ilustrativo de los años treinta. La caída de la Monarquía, en unas elecciones municipales, arrastró consigo la práctica totalidad de los partidos políticos del espectro de la derecha que habían funcionado hasta 1923, y unos pocos meses más, desde 1930 hasta el 14 de abril republicano. La derecha se reorganizó, fundamentalmente, con una imagen nueva y un tono doctrinal distinto. Fue la Acción Popular, luego convertida en Confederación Española de Derechas Autónomas, la que proporcionó, con el «cedismo», también llamado populismo o democracia cristiana, el contenido político a la derecha sociológica del país. Su joven líder, José María Gil Robles, diputado y catedrático de Salamanca, fue la gran revelación parlamentaria y política de la derecha durante la República. Acató la Constitución y se declaró neutral ante el problema de las formas de Gobierno. Pudo haber consolidado la República de abril, insertando definitivamente la derecha política en el turno equilibrado de poder. Pero, a partir de la Revolución de Octubre de 1934 y de sus consecuencias, aquel propósito recibió un golpe mortal. Y la convivencia civil no resultó posible. Es interesante recordar que aquella formación de la derecha no brotó por generación espontánea. Tuvo su inspiración doctrinal en eI pensamiento social de don Angel Herrera y en buena parte, sus dirigentes políticos vinieron del fecundo semillero de la ACNP de P y de sus círculos de estudios. Trataba de ser la CEDA un partido moderno, homologado con grupos semejantes de Europa y de Iberoamérica.

Es notorio que una parte de la derecha española no aprobó esa estrategia ni se integró en esa tendencia por considerarla nociva a los intereses nacionales y perjudicial a los valores que entendía defender. Fueron los núcleos de Renovación, del Bloque Nacional, del Tradicionalismo y de las nacientes formaciones del falangismo, juntamente con el círculo doctrinal de Acción Española, quienes capitanearon esa otra derecha, hostil a la República e inclinada abiertamente a las soluciones de autoridad ajenas al parlamentarismo democrático.

También de 1932 a 1936 resonó en ese campo el eslogan insistente de la unión de las derechas. La «unión» se logró en febrero de 1936 y no pudo impedir el triunfo electoral de la izquierda, unida, a su vez, en el Frente Popular. Uno de los factores que decidió ese triunfo fue la insistencia del Gobierno Portela en apoyar candidatos gubernativos propios, de centro-izquierda, que restaron a la derecha los miles de votos necesarios para equilibrar al bloque popular. El resto de la historia es conocido. Su ejemplo ilustrativo es mostrar cómo, la derecha -y la izquierda- saben organizarse bajo diversas apariencias y siglas, sin que ello impida que luchen eficazmente en defensa de lo que consideran esencial para su credo específico. La derecha monárquica, tradicionalista y autoritaria, no tenía bajo la República sino una escasa fuerza electoral que le daba docena y media de diputados a lo sumo, frente a la poderosa minoría «cedista», que gobernaba en coalición con el Partido Republicano Radical, cuyos escaños había nutrido en 1933 la generosa habilidad de Gil Robles. Tenía esa derecha fuerza testimonial y resonancia en importantes «élites» y en decisivos estamentos. Pero nunca hubiera logrado en circunstancias normales disputar electoralmente el mando mayoritario a la otra formación. La CEDA estaba situada en el lenguaje de la derecha moderna democrática y la sociedad española de la época votaba abrumadoramente en esa dirección.

Luego vino la guerra española. Y en 1939 la guerra mundial, con la derrota de los fascismos autoritarios y la victoria de las democracias occidentales aliadas al stalinismo soviético. Desde 1949 se produjo, a su vez, la ruptura ideológica abierta entre esos antiguos aliados, y a partir de ese momento la democracia parlamentaria y liberal se tradujo en el modelo doctrinal del sistema de la vida pública correspondiente a la sociedad abierta del llamado mundo occidental.

Mutatis mutandis, y con un trasfondo sociológico enteramente distinto, escuchamos hoy parecidos reproches y polémicas en el seno de la grey derechista. El centro es repudiado por demasiado inclinado a la izquierda y por estar condicionado por la consensualidad. «No es la verdadera derecha», exclaman voces airadas. «¡Hagamos la unidad de los auténticos derechistas y obtendremos el triunfo!» ¿Qué triunfo?, cabe preguntar. «El que permita que gobierne la derecha y enderece los problemas desbordados o irresueltos.» Pero es que la derecha -y el centro- ya está en el poder y gobierna como sabe o como puede. Y así es posible continuar el diálogo de sordos sin que se altere el hecho de que la mayoría del voto derechista de España siga dando los sufragios al partido del centro.

Será importante clarificar este punto con serenidad y sin violencias verbales, pues ya se sabe que la injuria es la razón del que no la tiene. Hagamos una reflexión en profundidad con los datos que tenemos. Y no equivoquemos los términos del problema. El hecho de que existan trasvases de votos entre los distintos grupos de la derecha, no centrista, no supone necesariamente aumento del número global de los mismos. Y, por consiguiente, la situación relativa entre las fuerzas no habrá cambiado. Tampoco pienso que la radicalización de las actitudes frente a la Constitución; las autonomías o la garantía de las libertades vigentes represente un estímulo suficiente para obtener un vuelco del electorado hacia el conservatismo o en dirección a soluciones autoritarias. La gran mayoría del voto de la derecha sabe que el respeto estricto de la Constitución y la modernización de la sociedad española en todos sus aspectos debe ser su bandera. Y la ley de modernidad se inscribe siempre en el surco de la libertad.

Un Gobierno puede gobernar con más aciertos que errores. O viceversa. Pero el mayor error de los que lo combaten sería convertir las críticas razonables, penetrantes y justas que supongan por sí solas alternativas viables en profecías apocalípticas extendidas a todo el sistema. Si los actores representan mal la función, no hay que pedir que se derribe el teatro. O desear que se incendie el edificio.

«La libertad se ha hecho conservadora», exclamó don Antonio Maura, proclamando su fe en el camino constitucional, al que se oponía la violencia de sus adversarios. Hoy podíamos afirmar que en España el conservatismo, en su acepción contemporánea de acicate del cambio y del progreso y de factor esencial del pensamiento de la derecha, se ha hecho democrático, garante de los derechos humanos y partidario de la soberanía nacional asentada en la voluntad comunitaria y en la libre alternativa del poder. A mí no me produce alergia alguna la palabra «derecha», siempre que signifique también civilización y respeto al que di siente. No conozco ningún socia lista o comunista al que repugne o acobarde llamarse hombre de izquierdas. ¿Por qué habría la derecha de esconder su credo?

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_