Gala de Baccara y Los Pekenikes
Son ellas las que acuden, trasnochadoras e invernales, a la sala Cleofás: Mayte y María. Han escrito sus nombres masticables en dos biombos separados. Antiguas me parecen, pese a la gran columna que nos separa, pero no son de Lacio ni de la muerta Tracia. Dicen que una desde aquí y que la otra ha vivido mucho tiempo en ese mismo aquí engañoso. Por eso, ahora redicen, están, ¡ay!, muy contentas y esperan que pasemos «un ratito agradable».Una canta, y la otra, también. Una viene de blanco, y la otra, de negro. Un viejo ya murmura: «Se dan un aire, sí. Pero es más guapa la de la derecha.» La elegancia es la misma que aquella que aprendiera en sueños un grupo de coristas andorranas desvividas por ver el Moulin Rouge. Cofía y yelmo lunar, plata alemana y alaridos gansos. Han triunfado entre copas y paraguas plegables. Y desandan lo andado. Son internacionales, esmeradas, solemnes, cursis. Son cucuruchos redimidos. Son refinadas: es decir, horteras como una duna en la Moncloa.
Los madrileños han venido a ver a las famosas eurocupletistas para hacerse una idea traducida de su vicioso círculo local. Nunca serán bastantes en el reino del triunfo ultramontano. En tiempos de Ramón, al parecer, Madrid era sentir que merendabas con sólo oír a media tarde las campanadas germinales, era bailar un pasodoble y notar cómo el gran zambombazo de los puntos aparte de la música estremecía el tambor capital de las mozuelas y era, en fin, que el castizo dijese en aquel tabernáculo donde vendían pulpo: «Deme, deme usted de ese pólipo nauseabundo.» Madrid es hoy abnegación por buscar en el gato la liebre y pedir dos salchichas tedescas -carne pura de España- con murmullo aceitoso: «Deme, deme usted peras en un tabaque célico.» Falla, empero, la técnica y la energía de Iberduero. Y las Baccara apuntan, asustadas: «Perdón. No tenemos la culpa. » Arreglado el entuerto del micrófono, vuelven a ser autómatas de lo convencional y se pasman, ufanas, con el pregón más sainetil: «Yo seré feliz.» Felicidad interrumpida por un nuevo corte de manga en el micrófono traidor. Ellas: «¡Llevamos una noche! »
Y que lo digan. Mas lo peor está en sus voces de dibujitos animados (Sorry, i'ma lady) en sus evoluciones de muñecas hinchables, en su cosmopolita paletismo, en sus tijeretazos de tedio a una canción del pobre Elvis. Son suspiros sintéticos. Creen que remar consiste en mover las caderas. Son como Pili y Mili, pero en primas no hermanas. Pudieran anunciar turrones, sacarina o caucho y seguirían adheridas a su danza sonámbulica. Son, de verdad, la leche en polvillo de estrellas errantes.
Cantan ahora Granada bajo una luz malvácea y parecen turistas travestidos del eco funeral de Luis Mariano. Lo suyo es el inglés, aun cuando cantan Parlez-vous français? Y eligieron la lengua inglesa, dicen, «porque es la más internacional». Un silbido patrio. Anónimo saboteador: « ¡No me digas! » Ellas bailan flamenco salchichero, ritmo discotequero, diabluras de Laredo. No tienen perdón de Dios.
Su propio público, algo hipócrita, aplaude poco y con frialdad. Han pagado 1.500 pesetas por barba para toparse ahora con el boogie enlatado y descubrir una nueva canción: «Mueve tú los pies / -y olvida la timidez. / No te vayas: / ven, ven, ven.» El ven y ven del Mercado Común. Llegan ya dos fornidos camareros de Cleofás con macetas y besos para Mayte y María.
Al fondo, la orquesta de Los Pekenikes. Han tenido la cara de prestarse a este horror. Y uno recuerda amargamente al rockero elegante de Quadrophenia, As de Oros por más señas, convertido en botones del hotel. Esto queda del be-bop-a-lula: unos tristes soldados de levita. El ayer y el presente se funden ñoñamente en un oscuro sacrificio que hace brotar dinero. Y rubor.
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