La política de la emigración en la Cataluña actual
De la Federación en Cataluña del Partido Socialista de Aragón
Acaso el peor de los fracasos sea el nacido de un éxito decepcionante. Así, la aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, siendo un triunfo, ha resultado uno de los más estrepitosos fracasos de nuestra ya casi infinita transición democrática. Porque el que Cataluña sea autónoma es un éxito que, en general, todos los demócratas españoles compartimos, pero que lo sea de chiripa es un escándalo histórico. Ahí están los datos: solamente un 52% de los ciudadanos han dicho sí a un estatuto apadrinado por todos los partidos con representación parlamentaria, por la Generalidad y por los aparatos de difusión del Estado, a través de una abrumadora campaña, total y absolutamente dirigida a lograr el voto afirmativo. Y, por cierto, que en la desaforada publicidad no han faltado acicates soberbios. Por de pronto se le aseguró al ciudadano que votar la autonomía de Cataluña era «votar las demás autonomías». Virtudes crediticias del voto catalán: no sólo el pájaro en mano, sino los ciento volando.
Para los enemigos de la fantasía histórica, el final de la campaña acompañó al sí con una oferta nada despreciable: el paro, la carestía de la vida, la inseguridad ciudadana, la sanidad pública, la enseñanza y alguna que otra cosa más eran problemas, como quien dice, resueltos votando el Estatuto, o al menos así lo aseguraba la propaganda oficial de la Generalidad, pagada con el dinero de todos los españoles. El poco o ningún caso que al mágico productor se le hizo lo atribuyen, algunos a la pervivencia del espíritu almogávar, que no admite gollerías; otros, a incredulidad fenicia, viendo que los americanos no invadieron Barcelona para robarnos el remedio de los males de Occidente ni la pérfica Albión nos hizo caso.
Otros, como es nuestro caso, nos limitamos a constatar la evidencia: el fracaso real del Estatuto ante la opinión pública. Pero este fracaso político -en un referéndum cuya ausencia de garantías, reconocida por todos, ha trocado, a la vista del magro resultado, el fantasma del «pucherazo» por el del «pucherito»- no supone, no puede suponer, el fracaso de la autonomía de Cataluña. De su necesidad no admitimos duda alguna. Lo que sí supone es el fracaso de todos y cada uno de los grandes partidos catalanes. Y por la cuenta que nos trae a todos los demócratas que vivimos en Cataluña, cumple que esos partidos y todos los grupos sociales que deliberadamente se han desmarcado de la actual política de unidad (?) catalana se apresten a dar vida a este proyecto de cadáver que nos amaneció el 26 de octubre.
Porque una autonomía desnutrida no es posible y porque, aclarémoslo, el fracaso de los partidos catalanes no es sino el último de una larga cadena de errores, al final previsible de una política de unidad... en el error, es necesario sacar las consecuencias lógicas de este hecho insobornable: la política catalana, en su forma actual, no representa sino a la mitad de la población. Dicho de otro modo: casi la mitad de la población de Cataluña carece de representanción política, lo cual, en un sistema democrático, basado en la representatividad, supone la base más firme para su subversión y posterior descalabro.
Y hay que aclarar un error o una mentira insensatamente repetida: que sean los emigrantes y las izquierdas, con su voto masivo, los que hayan salvado in extremis al referéndum. Precisamente lo que constituye la prueba de que el fracaso lo es del conjunto de la política catalana, y no de una parte de ella, es que la abstención ha sido altísima, tanto en la derecha y en los catalanes como en la izquierda y en la emigración, con el afiadido de que toda la propaganda iba dirigida a los no catalanes. No hay sino que observar los resultados por barrios y comarcas para ver que, si bien el emigrante antiguo ha votado sí, aunque no demasiado, es en las más populosas barriadas y comarcas de emigración reciente donde los índices de abstención son más altos, acompañados además por un increíble porcentaje de noes, que no representa una repentina popularidad de Fuerza Nueva. en feudos de Felipe González, sino una negativa visceral y espontánea al Estatuto y a la imagen de la autonomía catalana que las fuerzas políticas nos han adelantado de dos años acá.
Urge, en consecuencia, incorporar o reincorporar al proceso autonómico catalán a una inmensa masa de población, a la derecha y a la izquierda, catalanes y no catalanes. Dejo la derecha para Canyellas, ese legendario perdedor recién fichado por Suárez. En lo que a la izquierda y a la emigración se refiere, la reincorporación sólo puede y debe venir de dos lados: del cambio de orientación de socialistas y comunistas y de la organización de una fuerza política verdaderamente representativa de las opciones y necesidades de grandes capas de población que no comulgan con la política de catalanización a ultranza y asimilismo cultural del PSUC y el PSC-PSOE. Pueden estos partidos persistir en su empeño de que la emigración se siente catalanísima. Ahí está el referéndum para negarlo. Lo que sería ya un error inconmensurable es continuar con la cantilena del lerruxismo y con la política de insultos y amenazas hacia los grupos políticos andaluces o aragoneses que se disponen a participar de inmediato en las elecciones al Parlamento de Cataluña y en el futuro político catalán. Solamente con incorporar a la vida pública a una parte de los ciudadanos que se han apartado de ella por no sentirse fielmente representados, su aportación a la construcción de la Cataluña autónoma tendría un gran valor histórico. Negarlo es fruto sólo de la obcecación y del partidismo miope.
Pero hay mucho más: esa conjura histérica hacia cualquier grupo nuevo en el panorama de la emigración suele hacerse en nombre de la «unidad de la izquierda». Entienden por ello, al parecer, la congelación histórica de las organizaciones de izquierda una vez esiablecido su monopolio. Y parecen preferir la abstención de cientos de miles de trabajadores a su organización consciente fuera de sus filas. Tarea inútil: si los emigrantes se apartan de la política de la izquierda catalana establecida, lo hacen precisamente para establecer otra política. Insultar y atacar a las organizaciones nuevas es poner puertas al campo. Es dividir, de antemano, a las clases populares con una visión puramente sindicalista o sindicalera, lejos precisamente de esa política de unidad que propugnan.
Si de verdad se busca la unidad de la izquierda, el camino es el de la alianza estratégica con estos sectores de la emigración que buscan organizarse, para defender su identidad histórica y cultural, no para luchar contra el catalán ni los catalanes, menos aún contra sus hermanos de pueblo y de lengua. No hay ninguna dificultad para establecer un pacto sobre todos los aspectos fundamentales de política salarial, viviendas, sanidad, política sindical y demás aspectos sustanciales de una política de clases, respetando, aunque se discrepe, la orientación catalanista, o andalucista, o castellanista de su política cultural. Lo uno pertenece al campo de la política y de los intereses de la clase obrera, lo otro, a las diferentes concepciones de la integridad y dignidad históricas de los pueblos y las personas. Para defender esto pacíficamente, toda política es respetable. Para atacarlo, sencillamente no hay justificación política.
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