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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Un nuevo giro en el proceso autonómico: "racionalizarlo"

De la Comisión Permanente del Congreso del PSA

A raíz de los referendos vasco y catalán, no cabe duda de que se ha iniciado un cambio de rumbo -posiblemente consensuado a altos niveles de UCD y PSOE- en la política de la Administración respecto al resto de las autonomías previstas. Las palabras de Fontán en Sevilla, el discurso de Arias Salgado en Lérida, el eufemismo de Felipe González al afirmar que es necesario «racionalizar el proceso autonómico» -palabras corroboradas por Alfonso Guerra-, los editoriales de EL PAIS (10 y 16 de noviembre de 1979) son otros tantos botones de muestra lo suficientemente significativos como para poder afirmarlo con cierto fundamento.

Este giro político no debiera, en modo alguno, sorprendernos, puesto que encaja coherentemente con toda la línea seguida por el Gobierno, con el beneplácito de la «oposición». una línea política que, a grandes rasgos, se ha materializado en los dos siguientes planos:

a) El plano jurídico-constitucional. Las fuerzas políticas que consensuaron la Constitución de 1978 llegaron a la determinación -con mayor o menor deseo, pero llegaron- de que habrían de existir dos tipos de autonomías: una, superior o verdadera, acogida a la disposición transitoria segunda, que permite la aplicación del artículo 149, y otra inferior, falsa -una seudoautonomía-, que habría de regirse por el artículo 148, y que confiere a la misma muy escasas competencias. Y esto, por mucho que Alfonso Guerra siga sosteniendo lo contrario (Correo de Andalucía, 18 de noviembre de 1979). Al fin y al cabo, los títulos calificativos de « nacionalidades » y «regiones» se corresponden con estas diferentes categorías. No obstante, y para «salvar la cara» o «cubrir las apariencias», se recurrió a una tercera vía, la del célebre artículo 151, que permitiría a las «regiones» acceder a la verdadera autonomía, pero imponiéndoles tales dificultades y obstáculos que hicieran ésta prácticamente imposible. Y en esto estamos.

b) El plano táctico- político de las preautonomías. Porque a nadie se le escapa que, en una primera, fase, se ha tratado de generalizar el tema a nivel de España entera, fomentando un cierto «sarampión autonomista», para quitarle así virulencia a Cataluña y al País Vasco. Al mismo tiempo se impedía que las concesiones otorgadas a estas «nacionalidades » fuesen vistas por otras zonas como privilegios para las primeras, ya que se brindaba a todas la posibilidad de acceder a iguales derechos. Se trataba, pues, de vender mejor las autonomías vasca y catalana. Simultáneamente se procuraba desacreditar el proceso, vaciándolo de todo contenido real. Y ello, mediante ese «carnaval» o «folklore» de los entes preautonómicos -juntas, consejeros y hasta directores generales- que han proliferado a lo largo y a lo ancho de toda la geografía española. Mientras tanto se fomentaba la idea de que la autonomía era la panacea para todos los males -paro, emigración, subdesarrollo-, con lo que se estaban creando las condiciones para que el contraste con la cruda realidad fuese más duro y el desencanto político mucho más acentuado.

Ahora nos encontramos en la siguiente fase: la del reflujo, o, en eufemismo consensuado, la de la «racionalización». Se ha sabido «dar cuerda» para después iniciar la retirada en el momento oportuno. Por lo que nos encontramos ya en la nueva etapa: la de señalar los inconvenientes que pueden suponer las autonomías. Contrasta ello con que hasta que se aprobaron los estatutos vasco y catalán todo fueron alabanzas, ventajas e ilusiones respecto a las mismas; se presentaron éstas como solución para casi todos los males, incluso el terrorismo. Ahora se habla, en cambio, del caos o «disfuncionalidad en que puede caer la Administración pública, del caciquismo que puede propiciar, del despilfarro que puede suponer en el gasto presupuestario y hasta incluso de un aumento de los impuestos», que vamos a tener que pagar todos y cada uno de los,ciudadanos. El cambio de rumbo se presenta, por tanto, bastante claro.

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Bien es verdad, como afirma EL PAIS (10 de noviembre de 1979), que ha habido un carnaval preautonómico -una inautenticidad de comienzo-, pero si esto ha sido así habría que buscar las causas que lo han hecho posible y no invalidar en sí mismo el valor del proceso. Y las causas son muy claras. Por un lado, el propio Gobierno, que, como hemos dicho, «maquiavélicamente» lo ha propiciado; por otro, los partidos centralistas, que sólo han pretendido con tales «entes» el aprovechamiento de esta opoitunidad, que graciablemente se les ofrecía, de ocupar cargos y poderes exclusivamente burocráticos. Y en este reparto de responsabilidades es evidente que la mayor carga corresponde a los partidos tradicionales de la izquierda, que no han tenido -porque realmente no, podían tener, dada su visión centralista de la política- un mínimo de coherencia estratégica respecto al tema autonómico. Habría que preguntarse, por ejemplo, aunque sin encontrar, por ahora, respuesta: ¿Qué pretenden tales partidos con la autonomía andaluza? ¿Encaja esto en su «estrategia global de cambio», o sólo se limita a una coyuntura que «partidiltamerte» pueden aprovechar?

De aquí que, más que «racionalizar» el proceso autonómico (Felipe González y Guerra), habría que poner «las cartas sobre la mesa» y que cada partido político definiese claramente en qué consiste para él la autonomía, qué se pretende con ella, a qué conduce y cómo se inscribe ésta en su estrategia a corto y largo plazo para carribiar la sociedad.

Porque no se trata en modo alguno de «identificar democracia con particularismos, libertad con insolidaridad, autogobierno con taifismo y progresismo con privilegios» (EL PAIS del 16 de noviembre de 1979). A nadie se le ocurre semejante confusión. Más bien pensamos, por el contrario, que el proceso autonómico con que España se encuentra hoy afrontada supone algo tremendamente serio. Porque, aparte de significar una fórmula distinta de organizar la convivencia entre los distintos pueblos -las distintas «formaciones económico-sociales» que componemos España, bien sea bajo un «Estado regional», un «Estado autonómico» o un «Estado federal»-, también es una posibilidad de aprovechar mejor las fuerzas productivas de cada uno de ellos, así como de acercar los ciudadanos a los centros en que se toman las decisiones; es decir, una forma de democratizar en profundidad la vida pública del país. Y, por si fuera poco, para algunas formaciones, como es Andalucía, supone ni más ni menos que la única posibilidad de romper el «círculo vicioso» estructural -intrínseco a su capitalismo dependiente, colonial o periférico- que perpetúa su real y sangrante subdesarrollo (no tan mítico y literario como angelicalmente piensa el señor Fontán), y además la autonomía para nosotros los andaluces también es el primer paso, estratégicamente ineludible, en el largo camino hacia un nuevo modelo de sociedad.

En definitiva, insisto, más que racionalizar el proceso autonómico -sinónimo de «recoger velas», frenarlo o «aparcarlo»- hay que clarificarlo: que descubra cada cual sus cartas, llamar las cosas por su nombre y no engañar al pueblo con palabras. Porque de otra forma lo único que estamos consiguiendo es desacreditar la democracia, desprestigiar a los políticos y que cada 20 de noviembre vaya más público a la plaza de Oriente.

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