La tragedia de los pastos comunes
El problema es ya clásico. Un ganadero en posesión de un pasto tendrá buen cuidado en no alimentar en él más cabezas de ganado de las que la capacidad del pasto permita. Sabe que, de no hacerlo así, corre el riesgo de que la erosión del terreno le obligue a reducir el número de cabezas de ganado. Si, aun con esta reducción, continúa sobrecargando la capacidad nutritiva del pasto, terminará con una tierra yerma, que dará al traste con su actividad ganadera.Supongamos que el pasto sea común, en el sentido de ser completamente público; esto es, de estar a disposición de todos los ganaderos que puedan o quieran acceder a él. Supongamos, asimismo, que cierto número de ganaderos se aprovecha de esta situación, haciendo apacentar en el pasto la mayor cantidad posible de cabezas de ganado, de tal modo que el número de éstas exceda la capacidad nutritiva de aquél. Aunque pueda haber algún que otro ganadero que trate de equilibrar el número de cabezas de ganado con la capacidad nutritiva del pasto, no podrá llevar a cabo su proyecto, a menos de reservarse una porción del pasto, lo que automáticamente hará que el pasto deje de ser común. Su ganado tendrá que pacer en competencia con el ganado de todos los demás ganaderos. Habiendo más ganado que pasto disponible, la creciente erosión del terreno será inevitable. De este modo irá disminuyendo la cantidad de ganado. Pero, como siempre, habrá más ganado que pasto disponible, el punto final del proceso será la erosión completa del terreno, y la completa desaparición del ganado -con la oportuna desaparición de los propios ganaderos, si éstos confían exclusivamente en el ganado como forma de subsistencia.
De este ejemplo se han sacado varias consecuencias. Ello me parece un poco excesivo, porque de un ejemplo no pueden sacarse consecuencias. Sin embargo, el ejemplo, o el caso «ejemplar», no es totalmente inútil porque puede valer como punto de partida para el examen de ciertas cuestiones.¿Cuáles son éstas? Hay, por lo menos, dos: una aparente y otra real.
La cuestión aparente es la de si lo que se ha llamado «la tragedia de los pastos comunes» sucede sólo por el hecho de que sean comunes. Contestar afirmativamente a esta cuestión equivaldría a suponer o a postular que, a los efectos que nos ocupan, no debe haber propiedad común.
Ahora bien, esto no lo presupone ni siquiera el ejemplo aducido. Un terreno para el pasto puede ser propiedad de un sólo ganadero o de varios. Lo importante es que el propietario -sea uno o varios- de los pastos los cuide de forma que no lo haga exceder en su capacidad nutritiva. Es cierto que, en no pocos casos, un bien poseído privadamente -un pasto, unas cabezas de ganado, un automóvil, una casa, una tienda de ultramarinos, etcétera- suele ser objeto de mayores cuidados y desvelos que un bien común. Pero la comunidad en la posesión de un bien no lleva necesariamente a que sus poseedores lo maltraten o abusen de él. Varios poseedores de un bien pueden comprender perfectamente que el cuidarlo redunda en beneficio de todos y de cada uno. Pero, además de esto, no es forzoso ni siquiera suponer que la administración «anónima» de bienes haya de producir inevitablemente situaciones parecidas a la de la «tragedia de los pastos comunes». A menos de vivir en un sistema económico primitivo, parece inevitable que haya cultivos y producciones en masa; desde el punto de vista agrícola, el régimen de minifundio parece ser tan desastroso como el de los latifundios. La existencia y actividad de grandes organizaciones, más o menos «anónimas», estatales y no estatales, no pueden descartarse de un plumazo como perniciosas. La tragedia de los pastos comunes tiene lugar no porque la propiedad deje de ser estrictamente privada, sino porque ha desaparecido toda responsabilidad económica en la administración de la propiedad.
La cuestión real suscitada por el ejemplo está en gran parte, bien que no totalmente, ligada a la última situación mencionada. Se presupone en el ejemplo que el pasto llamado «común» está a disposición de todo el mundo, sin control de su uso, o sin acuerdo de los usuarios en mantener el pasto en condiciones de suficiente (y no decreciente) capacidad nutritiva. Suprimido el control o el acuerdo, el uso «público» indiscriminado de un bien supuestamente común puede conducir a su aniquilación.
Los que han sugerido el ejemplo o caso de los pastos «comunes» lo han considerado como una cómoda, bien que inevitable, simplificación de una situación más general, que es la que da pie para considerar lo que he llamado «cuestión real». El pasto representa los recursos naturales disponibles de que se valen los seres humanos para su subsistencia y la subsistencia de las futuras generaciones. Los ganaderos representan los seres humanos en todo el planeta. La sobrecarga de la capacidad nutritiva del pasto representa el desequilibrio entre los recursos naturales disponibles y los seres humanos -o entre recursos y el uso de éstos- La erosión representa la disminución de recursos a consecuencia de su explotación intensiva suscitada por el citado desequilibrio. En principio no es necesario que haya sobreabundancia de seres humanos para que se produzca una creciente disminución de recursos, ya que un número relativamente reducido de seres humanos podría, por mal uso de los recursos, dar al traste con éstos. Pero se supone que hay gran abundancia de seres humanos en relación con los recursos disponibles y que no se han tomado las medidas oportunas para solucionar este desequilibrio.
Cuando se plantea un problema de índole tan vasta se corre el riesgo de embarcarse en vagas generalidades. Los propios términos empleados son extremadamente nebulosos. ¿De qué recursos se habla? Hay muchos y muy variados recursos, y éstos son susceptibles de múltiples transformaciones. ¿Qué seres humanos son ésos? Desde luego, los que habitan el planeta, pero su número no permanece estacionario, y si esto no oscurece la claridad en el planteamiento del problema milita en contra de las posibilidades de su solución, puesto que, por de pronto, tal número va en aumento, y el aumento parece ser exponencial. ¿Qué se hace con los recursos de referencia? Usarlos para subvenir a necesidades humanas. Pero la noción de «necesidad» es muy vaporosa. ¿En qué consiste la «erosión»? En la disminución paulatina o acelerada, pero en todo caso irreversible, de recursos. Pero la disminución de ciertos recursos no es comparable a la de otros: unos pueden ser considerados indispensables, mientras que otros son sustituibles. ¿Qué es la sobrecarga de la capacidad nutritiva? Sabemos lo que es en el caso de un pasto con respecto a las cabezas de ganado, pero no lo sabemos, o lo sabemos con mucha menor precisión, en el caso de vastas extensiones de bosques o pantanos, o de sedimentos de hulla.
No es, pues, fácil discutir un problema de la magnitud apuntada, y, es imposible hacerlo decorosamente sin extenderse más de lo que permite el marco dentro del cual aparecen estas líneas. Hasta cabe preguntar si una sola persona puede siquiera rozar un problema cuyo planteamiento requiere la labor de nutridos equipos de investigadores en varias disciplinas. La verdad es que hablar de «un problema» es por sí mismo desacertado: no se trata de un problema, sino de una bandada de problemas -ecológicos, agrícolas, industriales, demográficos, sociales, económicos, políticos, culturales, educativos, psicológicos, morales, etcétera- ¿No sería más discreto callarse?
No, y por dos razones. Una es que se trata de un problema (o conjunto de problemas) que afecta a cada uno de los seres humanos, y cada uno de éstos tiene el derecho -y algunos piensan que inclusive el deber- de emitir sus opiniones o de urdir sus comentarios. Otra es que los planteamientos muy generales del tipo sugerido no son completamente ociosos, porque ofrecen la posibilidad de dar una ojeada de conjunto a una selva sin perjuicio de adentrarse oportunamente en su espesura.
Un artículo de diario debe terminar con el ejemplar que el lector tenga en sus manos. Ningún buen periodista deja un artículo sin terminar con la excusa de que continuará. Bueno: el presente artículo continuará, pero de ello sólo se puede concluir que no soy un buen periodista. Prefiero esta conclusión a la de que el asunto de que trato carece de todo interés.
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