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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El divorcio que viene

LAS INFORMACIONES filtradas de manera oficiosa sobre el proyecto gubernamental para regular el divorcio hacen temer fundadamente que las presiones institucionales sobre UCD puedan convertir en una caricatura lo que debierá ser el comienzo de la reconciliación de la sociedad real con su imagen, deformada por la hipocresía social y los intereses de los grupos que añoran la abolida confesionalidad del Estado.A lo largo de las últimas décadas, y retornando una penosa tradición sólo interrumpida durante el periodo republicano, el matrimonio canónico fue prácticamente el único procedimiento para que las parejas pudieran vivir juntas y procrear, con sus papeles en regla. Por eso, la inclusión de los efectos civiles de los matrimonios canónicos en la futura regulación del divorcio no es una audacia del Gobierno, sino la necesidad de cubrir los mínimos para que esa normativa no sea sólo un simulacro. Si el divorcio no considerara los supuestos de los matrimonios contraídos ante el párroco desde el final de la guerra civil, la anunciada reforma se limitaría a beneficiar a quienes contrayeran el vínculo en el futuro. Paradójicamente, hasta el presente los poco frecuentes matrimonios civiles en nuestro país son los únicos verdaderamente indisolubles, a diferencia del vínculo canónico, eventualmente anulable por el Tribunal de la Rota. Por lo demás, la renuncia a regular el divorcio mediante una ley, y la decisión de llevar adelante esa reforma mediante la modificación del Código Civil, hipótesis manejada en algunos medios gubernamentales después del verano, no podría por menos de levantar suspicacias y recelos sobre los propósitos superrestrictivos de la nueva normativa. Tampoco el abandono de la tesis del «divorcio-sanción» en favor del «divorcio-remedio», avanzado por el secretario de Estado para el Desarrollo Constitucional, avala el carácter liberal de los propósitos gubernamentales, sino que, simplemente, relega al desván de los sofismas un argumento ya envejecido por el desarrollo de la sociedad y la modernización de las costumbres. Sólo en un país que acaba de abandonar el tratamiento penal del adulterio, que emparentaba a España con el Irán de Jomeini, alguien puede considerar una conquista la superación del «divorcio-sanción» como única posibilidad de disolver el vínculo matrimonial. Y sólo una sociedad todavía demasiado acostumbrada a ser tratada como menor de edad puede aceptar como un gran progreso la concepción paternalista y benevolente del «divorcio-remedio».

Todos estos precedentes dan pie para temer que la disolución del matrimonio por mutuo acuerdo entre los cónyuges, la razón más poderosa, clara y contundente para acabar con esa relación, va a encontrar obstáculos de tiempo y de procedimiento tales que convertirán el divorcio español en un desesperante calvario digno de un relato de Kafka. Con la paradójica y siniestra consecuencia de que los aspectos jurídicos que un divorcio debe contemplar, especialmente los que afectan a la situación material de los cónyuges y a sus deberes para con los hijos, pueden quedar en un estado de provisionalidad e incertidumbre socialmente condenable y peligroso. Si el divorcio que prepara el Gobierno no es sino el premio a la paciencia de las parejas separadas, de hecho o de derecho, obligadas a esperar durante un largo tiempo para recuperar la posibilidad de contraer nuevos vínculos, el único resultado será que continúen proliferando los aparejamientos informales y que las nuevas generaciones renuncien a seguir engrosando la institución matrimonial que los legisladores del partido en el Poder dicen proteger. Resultará así que los celosos partidarios del matrimonio serán, quizá sin saberlo, los más activos destructores del mismo. Y precisamente, por su negativa a aceptar algo que parece de sentido común; y es que la disolución de un contrato como es el matrimonio encuentra la mejor de sus razones en la libre decisión de ambas partes, sin necesidad de buscar culpables. Todo lo demás es sucumbir al medievalismo y no arreglar prácticamente nada.

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