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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Centroamerica: epidemia nicagüense

Nuevos Heráclitos, a pesar suyo, los norteamericanos empiezan a saber que ya no es posible bañarse dos veces en la misma Corriente del Golfo, porque las cosas están cambiando en Centroamérica y el Caribe. Los estrategas de Washington se habían adormecido en la seguridad de que otra Cuba era irrepetible en los términos de 1959, con la derrota o neutralización de las guerrillas en Venezuela, Colombia, Guatemala, Argentina, Uruguay y Brasil, con el aplastamiento del régimen socialista en Chile y con la misma Cuba tendida en apariencia hacia los procesos africanos y ensimismada en la construcción económica interna. Pero despiertan ahora a una realidad que les parece un escamoteo de la Historia. ¿Por dónde se les ha colado en la trastienda esta revolución de Nicaragua, distinta a otras en la cautela de su ejercicio del gobierno y en su imprevisible pluralismo, y, sin embargo, irremediablemente peligrosa para el debido orden del Hemisferio?Más aún: veinte años después de la Revolución cubana, frente a la cual Estados Unidos impuso un cambio diametral en la estrategia militar y política de América Latina y programó como solución preservadora una cadena de golpes de Estado hoy vigentes en la mayoría de sus países, una opinión pública mundial corroída por la crisis económica y el cinismo político es capaz todavía de entusiasmarse por la saga de un pequeño país casi ígnoto y crear en su torno una importante red de solidaridad internacional.

La rectificación de Carter

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Arruinada por el saqueo del somocismo en fuga, endeudada con el exterior por casi 1.500 millones de dólares (un año de su producto nacional bruto), urgida por resolver la unidad política de los grupos victoriosos, Nicaragua no intenta (ni podría) exportar su revolución, y el socialismo nicaragüense es aún una hipótesis parcial. Alfonso Robelo y otros miembros de la Junta de Gobierno van a La Habana y se muestran en la tribuna oficial, junto a Fidel Castro, el 26 de julio, pero en septiembre viajan a Washington y son agasajados por Carter en la Casa Blanca; ha habido nacionalización de bancos y tierras, pero el mismo Robelo anuncia un «sistema mixto» que combine esas nacionalizaciones con la economía de mercado (aunque el ministro del Interior, Tomás Borge, precise que ese sistema mixto lo será «en el comienzo»). Borge -que además de guerrillero es poeta édito- se permite también la metáfora, cuando se le pregunta sobre influencia izquierdista en el Gobierno: «No hay etiquetas para los gobiernos. Las etiquetas son buenas únicamente para las botellas de güisqui.»

Estas deliberadas ambigüedades embrollan a los analistas del Departamento de Estado y producen un efecto novedoso en el comportamiento oficial de Washington: el respeto y hasta la obsequiosidad públicos a un régimen surgido, por la vía armada, de una revolución de izquierda que derrotó a un cliente tradicional de Estados Unidos. Porque después de la salida de Somoza, la Casa Blanca no teme a la inconsecuencia. A principios de este año, el subsecretario de Estado para Asuntos Americanos, Terence Todrnan, afirmaba en Costa Rica que Somoza había empezado a respetar los derechos humanos y que era imposible derrocarlo. «Tiene el apoyo de 300.000 trabajadores», dijo entonces. En junio el secretario del Tesoro, Blumenthal, decidía con su firma un préstamo del Fondo Monetario Internacional a Somoza, por 64 millones de dólares, con el indudable destino de comprar armas para combatir a los sandinistas. Pero en julio Somoza huye y en agosto Carter admite en rueda de prensa que «ha sido un error, para los norteamericanos, asumir que cada cambio abrupto en el Hemisferio es, de algún modo, el resultado de una intervención cubana secreta y masiva», y promete que «en el futuro nos esforzaremos, de manera correcta y sin intervencionismo, en dejar que los nicaragüenses hagan oír su voz en el manejo de sus propios asuntos». Y en septiembre recibe a Robelo y a Daniel Ortega (otro miembro de la Junta) para ofrecer al nuevo Gobierno de Nicaragua, entre otras cosas y según un cable de UPI del día 24, «ayuda militar que incluye el entrenamiento de guerrilleros sandinistas en las bases estadounidenses de Panamá (es decir, las mismas donde se entrenó la derrotada Guardia Nacional de Somoza).

La subitaneidad del proceso también ha originado contradicciones dentro de la nueva actitud hacia Nicaragua: mientras el presidente Carter conversa con los revolucionarios y les anuncia un paquete de medidas de ayuda financiera, el Departamento de Estado y los servicios militares de Inteligencia sugieren al Congreso que debe levantarse la prohibición de venta de armas norteamericanas a Honduras, Guatemala y El Salvador, vedada desde la aplicación de la doctrina Carter sobre derechos humanos.

Una fórmula nueva

Con pragmatismo profesional, los militares han ido así al hueso del asunto: estos nuevos nicaragüenses podrán andar con pies de plomo en cuanto a exportar su revolución mediante actos concretos, estarán muy atareados en su frente interno como para soliviantar por vías de hecho al resto de Centroamérica, pero ni su hipotética buena voluntad de no mover el barco evitará otras consecuencias, definidas también por Borge: «Lo que pasa en esos países no es culpa nuestra. No somos culpables de la represión, el desempleo o la miseria. Pero somos claramente culpables de haber sentado un ejemplo.»

Para los pueblos del área, el ejemplo nicaragüense tiene todo el valor de una fórmula decisiva.

Incluye tres hechos nuevos en el análisis de las condiciones: 1) la vía armada, descaecida desde la muerte del Che Guevara en Bolivia y la derrota de los Tupamaros en Uruguay, puede reaparecer dentro de factores tácticos también nuevos y conducir al poder; 2) la alianza con determinadas clases y estratos sociales -que hace diez años los partidarios de la lucha armada consideraban in compatible con esa vía y expediente sólo propio del reformismo de izquierda- es posible bajo la advocación y práctica de la misma lucha armada; 3) Estados Unidos, por su coyuntura económica, el descaecimiento de la autoridad interna de la Administración y un balance desfavorable de la relación internacional de fuerzas, manejan una política exterior debilitada. No está, pues, en condiciones de impedir ni por intervención directa ni por intermedio de organismos que antes hegemonizaba (o sea, ni por el desembarco de marines como en la República Dominicana de 1965, ni por el uso de la Organización de Estados Americanos para que retire las castañas del luego), otros eventuales triunfos de movimientos de liberación nacional en Centroamérica.

También lo han advertido, pero con pavor, las tres dictaduras próximas a Nicaragua en la región, sometidas hasta ahora a sólo un módico mal ejemplo: el del régimen moderado y democrático de Costa Rica. El sandinismo, en cambio, es dinámico y polarizador; no es únicamente un relevo de gobiernos, sino una subversión de estructuras, y el acierto de su capacidad de movilización insurreccional, junto a igual capacidad de maniobra en la tarea de estabilizar y reconstruir, simboliza atractivamente la complejidad de las nuevas fuerzas de transformación en América Latina.

Amnistía y promesas de democracia

Por ello, las tres satrapías sobrevivientes en Centroamérica comienzan a curarse en salud. En El Salvador, el general Carlos Humberto Romero decreta la amnistía para los exiliados políticos, promete llamar a elecciones, asegura a su propio partido que el nuevo candidato no será él, ni siquiera otro militar, sino un civil. El presidente Romeo Lucas García, en Guatemala, y el general Policardo Paz, en Honduras, han iniciado desde julio esporádicos intentos de apaciguar a la oposición legal y a los movimientos armados, los cuales, en el caso de El Salvador, asumen el carácter de guerrilla popular, a través de cuatro grupos capaces ya de defender a balazos la realización de manifestaciones campesinas y obreras y hacer que la Policía se retire.

La tentativa de permanecer un poco más mediante concesiones no es sólo un criterio de las tres dictaduras centroamericanas, sino que forma parte de la nueva actitud con que la Administración Carter procura atenuar los efectos del ejemplo nicaragüense. Viron Vaky, ahora subsecretario de Estado para Asuntos Americanos, ha recorrido recientemente los tres países en capilla, con el cometido de organizar para Romero, Paz y Lucas García una solución gatopardiana, donde al menos algo cambie.

Dos criterios norteamericanos

¿Qué futuro albergan, respectivamente, el proceso nicaragüense y los procesos de liberación que se desarrollan, con distinto grado de profundidad e importancia, en aquellos tres países citados? Aunque las condiciones del área sean ahora más favorables a tales tentativas, parece realista decir que, todavía por un tiempo, la influencia norteamericana será importante en una región que le ha estado históricamente enfeudada por siglos.

A la vez, el comportamiento de Estados Unidos hacia el proceso centroamericano de liberación tendrá que serle básicamente opuesto, aunque las formas podrán variar y dependerán del debate interno sobre política exterior para el Hemisferio, donde se enfrentan ya dos escuelas de pensamiento. Uno de esos criterios corresponde a la actual Administración y a la forma pendular con que ha manejado su doctrina de los derechos humanos. Por cierto que el carácter sólo adjetivo de esa doctrina no sólo se vio desde el principio (se podía suspender la ayuda militar a una Guatemala ya encuadrada en el sistema panamericano, pero no a Corea del Sur, zona crítica de enfrentamiento), sino que en el caso de Nicaragua ha quedado a la luz la peculiar confusión carteriana entre principios morales y designios estratégicos. Vaky, pocos días antes de la caída de Somoza, sintetizó la postura: « La solución de la crisis», decía el 3 de julio, «no es posible sin la partida del señor Somoza y el fin de este régimen. Ninguna negociación, ni mediación, ni compromiso, pueden ser realizados con el Gobierno de Somoza. La solución sólo nacerá de una ruptura radical con el pasado». Y añadía: «Nuestros amigos demócratas en América Latina (se refería a los países del Pacto Andino, que procuraban inducir al sandinismo a la moderación) no tienen la intención de ver a Nicaragua transformarse en una nueva Cuba y están decididos a impedir que Castro subvierta la causa antisomocista. Y nosotros compartimos con ellos ese importante objetivo.»

En tal actitud, Carter ha unido la indecisión al oportunismo, sin lograr la eficacia. Somoza, como todo dictador políticamente longevo de América Latina, veía (acertadamente) sus relaciones con Estados Unidos no como un trato con presidentes pasajeros, sino como el beneficio de una protección dispensada por el continuo Pentágono- grupos económicos, y puede bien acusar a Carter de ingratitud o infracción de las reglas de juego.

El otro criterio norteamericano proviene, precisamente, de ese continuo Pentágono-grupos económicos (llamado también «complejo militar-industrial») y ha sido enunciado con más franqueza y quizá menos cuidado de los principios, por Henry Kissinger, su portavoz indudable: «Estoy convencido», dijo a mediados de septiembre, «que el intento de empujar a las sociedades hacia una conducta análoga a la nuestra conducirá o bien a una vía muerta y a un papel norteamericano irrelevante, o bien al colapso de la autoridad existente sin un sustituto compatible con nuestros valores y, en consecuencia, a que emerja una situación radicalizada, como en Irán y Nicaragua. Cuando comenzamos a derrocar a un Gobierno, como indirectamente lo hicimos en Nicaragua, deberíamos tener una idea de lo que vamos a poner en su lugar o examinar las consecuencias de política exterior para el caso de que una alternativa radicalizada tome el poder. Si no existe una alternativa moderada y nuestra opción allí es entre el statu quo y los radicalizados, se plantea la seria duda de si éstos se sitúan más dentro de nuestros intereses a largo plazo que el statu quo».

Evitar estructuras socialistas

En cuanto al enunciado estratégico, podría decirse que ambas posiciones son una sola: se trata de obtener, en los países donde comience a llegar la «epidemia nicaragüense», soluciones favorables a los intereses hegemónicos de Estados Unidos, lo cual incluye, primordialmente, evitar la aparición de estructuras socialistas y su concomitante de una acentuación de la presencia soviética, mediante relaciones entre sistemas similares, en el Continente. La diferencia, para las futuras Nicaraguas, está entre la ambigüedad inhábil del primer criterio y en la eficacia pragmática del segundo. Para la fragilidad de incipientes regímenes como el de Nicaragua, ganar tiempo es una necesidad vital; los titubeos del poderoso van añadiendo plazos a la consolidación y al arraigo de la nueva situación. El bando de Kissinger, en cambio, tiene la implacabilidad que permiten, a la vez, la lucidez y la fuerza, disociadas de posibles trabas morales. Si llega a situarse en condiciones de actuar, no usará dilaciones para bloquear, o destruir a posteriori, la aparición de otra Nicaragua.

Es siempre difícil, desde Europa, predecir el futuro de una revolución como la nicaragüense (lejana en el espacio, muy reciente en el tiempo) en cuanto a mediatización e, incluso, frustración. Salvo en el caso de Cuba, las revoluciones de América Latina presentan un alto índice de mortalidad infantil. Pero se esboza ya con claridad aleccionante, para el período que suceda al inhábil y contradictorio Carter, que los reales grupos estadounidenses de poder están determinados a encontrar nuevos y definitivos anticuerpos para el contagioso ejemplo de Nicaragua

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