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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Alfred Jarry o la Concepción Inmaculada

Como ya dijo el mismo Alfred Jarry: «Redon, aquel que es un misterio», o «Lautrec, aquel que anuncia», debería decirse -añade Breton (1)-: «Jarry, aquel que revolver». Sí, Alfred Jarry responde en plenitud literaria y vital a los cánones de estilo y ética que impone el surrealismo, donde el carácter luciferino sedimentado por los Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Lautremont, bocetan un espacio entre la realidad y el sueño, entre la poesía y el psiquismo, y, en fin, entre la actividad del arte y lo más cotidiano del existir; así es que Juan Larrea (2), desde sus lúcidos ángulos de visión, advierta sobre la hereditaria relación derivada del romanticismo alemán (introducido a través de las traducciones de Nerval), en sus propensiones por las videncias místicas (de las que Molinos o Blake podrían consistir singularidades avant-la-lettre) o los anacronismos.Del mismo modo y manera que el sueño incide en las actividades creativas de los surrealistas deviene como un potaje onírico de los credos de Freud y Novalis, incluso Niesztche, cuyo superhombre, falto de humanismo y abocado a un tour de force dominador que, a buen seguro, acabaría engendrando un nazi de plexiglás.

El amor de visita

Alfred Jarry. Ed. Laertes. 1979.

El surrealismo manifiesta, empotrado entre dos guerras, una óptica así de transparente de la Europa descalabrada con sarcasmo, ironía, humor negro y el individualismo de un Salgari, aunque con otras plumas.

Acaso esta obra de Jarry ofrece el exemple idóneo para cotejar el juicio de Larrea cuando afirma: «El amor -lo universal- está ausente» y las distintas visitas facilitan una baza oportuna para arrebatarle toda significación y dotarle de todas las cualidades posibles de teatralidad, de resabios barrocos, mitad por mitad auto de fe y representación No, y de alguna manera canjear la muerte por una nueva burla: «La muerte no es eterna, la muerte es un plagio, querida ... », dirá Pere Alfred, o cortará la respiración de sus coetáneos filisteos en la plataforma del autobús, despidiéndose de Apollinaire, pistola en mano, o descorchando a tiros en un parque cualquiera unas cuantas botellas de champán, o abanicando con un par de proyectiles al escultor Manolo por acecharle con «proposiciones deshonestas».

Polinomio indiviso éste, para el que la libertad termina cuando se caen las estrellas, y de la misma catadura son el resto de su vasca, empezando por el patafísico doctor Faustroll (3), continuando por Pére Ubú (4) (encadenado pariente de Prometeo y del Morris de Coover), por Lucien, por el astrólogo cristiano, etcétera. Alfred Jarry está identificado absolutamente con su creación. Es la suya vitalidad de anarquista perfecto en el sentido más literal: «Parecido a un huevo, a una calabaza o a un fulgurante meteoro, ruedo por esta tierra donde haré lo que me plazca», afirma, montando gozoso en el tiovivo de su relato (escritura sería un término encogido) que viene a ser el de cualquier otro «poeta maldito», que se ha dado en llamarlos. Y no sería lícito omitir (malévolo subjetivismo) los ecos de Artaud, que se dejan oír, como los de Jarry, en un lugar común, sobre un crimen común que la sociedad ha cometido; y como entonces, Nerval, Jarry, Rimbaud o Artaud, ahora J. D. Fabre (5) canta (ininivesco profeta del fuego purificador, mesías de surrealismo!) su última advertencia: «Surtour ne touchez pas á Fabre Stalin le répétait sans cesse», y no es preciso patear los versos a trote de formalismo (cela me suffisait!) donde no hay otra agonía que la del profeta. «No hay que pensar que este homenaje anónimo -deviene iluminador a la memoria la sentencia de Sollers (6)- ser achacable exclusivamente a la agresividad. Es de sobra sabido (o debería serlo, apunto) que los niños, cuando quieren hacer un regalo, entregan de muy buen grado sus excrementos».

El amor de visita a grupa once farsas de frases (hechas en mayor o menor grado, como exige un de de poder donde la fortuna son posesiones o espejismos, para mayor desesperación de los interesados), diálogos, pamplinas y equívocos a la manière de Roasell que, como nube de moscas, han torturado la paciente labor de su sastrecillo valiente, José Luis Vigil, traductor aquí de Jarry, cuyos sentimientos -como los de Villiers de l'Isle Adam- se anudaron en los abetos, y pudo abandonar Sodoma sin volverse atrás, igual que Lot. Y admito, para terminar, lo una vez manifestado por Breton y Eluard en la Inmaculada Concepción (7), aunque no dedicado a Jarry, convendría que así constara al menos por un momento: «Si es sobre el labio, está el beso; si es sobre las nalgas, está el Tibet».

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