Llanto por la muerte de la ciencia española
En pocos años nos han democratizado. Un sorprendente milagro político ha deslumbrado al mundo, el paso de un duro régimen fascista a un blando sistema democrático. Eramos palpitante cicatriz de una antigua herida europea, ahora nos han convertido en paraíso de propios y extraños. No es, por tanto, inesperado que, ante tal cambio, políticos e historiadores hayan hablado y escrito sobre el asalto al poder de las clases medias. Se habla de logro o conclusión final de la revolución burguesa que, según ellos, en su día sólo a medias fue realizada.Y no es extraño. Los años que vivimos tienen enorme semejanza con aquellos felices treinta: del siglo pasado, en que la burguesía desplazó definitivamente a la nobleza en el poder. Conquistado el poder político, la burguesía impuso entonces sus maneras económicas, sociales y científicas. Sin embargo, secuestrados todos los adelantos democráticos que esta clase había cedido por culpa de la rebelión y dominio franquistas, nuestros dirigentes políticos y económicos han comprendido hoy de nuevo la necesidad, para su supervivencia, de abrir las duras manos que nos atenazaban. Un decidido librecambismo interior y exterior parece ser la norma más clara de política económica. Alguien nos trae a un caduco premio Nobel de Economía, librecambista y antikeynesiano, que nos habla en plan de prédica de las maravillas de la economía de mercado. Todas las novedades económicas en nuestro país apuntan en este sentido, libertades bancarias, de importación, de contratación y despido... Las puertas convenientes se han abierto al capital nacional y extranjero. El dinero transpirenaico, transatlántico e incluso transmediterráneo cruza nuestras fronteras, buscando explotar a nuestros obreros y colmar a nuestros consumidores. Nuestras pequeñas empresas van cerrando o son engullidas por grandes peces, casi siempre de idioma extraño o con traductores incorporados. Un paralelo proceso de privatización permite la adquisición al capitalista de bienes hasta ahora públicos; el sector energético parece así mostrarlo. La seguridad social se dice que seguirá un camino semejante y los empresarios lo recomiendan. El Instituto Nacional de Industria disminuye su agresividad, nunca demasiado peligrosa. Y tras todo ello, la técnica norteamericana y alemana, siempre dispuestas a construir nuestras flamantes centrales nucleares y a proveernos de los últimos adelantos en cibernética e informática.
Tal como hace siglo y medio sucedió, nuestra ciencia también se resiente con las novedades. Y no por perder las maravillas de la ciencia franquista -tampoco entonces el Deseado era recordado con afecto-, sino porque sus defectos se heredan y los cambios amenazan agravarlos. Una ciencia cada vez más dividida ha sido y es enfermedad crónica entre nosotros. Sufrimos una universidad retórica, teorizante, aislada de la realidad. El movimiento de profesores no numerarios y estudiantes ha sido destruido y las filas de numerarios adictos aumentan de día en día. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) está no menos aislado y todo el mundo se olvida de su suerte. Condenado por su triste pasado -en gran parte paralelo al universitario-, parece que la única sentencia posible sea el ostracismo. ¿Se privatizará también la investigación? ¿A quién beneficiará esta tendencia? Este completo olvido hace perder puestos de trabajo, capacidad docente y posibilidades de desarrollo cultural y económico. Una enorme cantidad de dinero se pierde anualmente por pago de técnica extranjera y esta carga no parece disminuir.
La relación con la industria privada no mejora, empeora. No se facilita la inversión en enseñanza o investigación, las reformas fiscales y económicas olvidan estos temas. En las compras de nuestros pececitos, las multinacionales barren toda posibilidad de realizar investigación y adquirir técnica propia. Nos venden sus hallazgos a buen precio, despiden a nuestros obreros, suprimen proyectos de investigación y convierten a nuestras industrias en simples talleres de montaje. La décima potencia industrial seguirá siendo, al menos por años, una fabulosa cadena de ensamblaje, un paraíso de mano de obra barata, con esa mínima especialización que exige la moderna sociedad industrial y que tan costosa nos resulta.
Y nadie parece lamentar estas pérdidas. Gobierno y partidos apenas se han ocupado de temas científicos, a lo más con obligadas palabras de ánimo en este funeral de siglos. No se ha intentado hacer un adecuado estudio de nuestras necesidades, no se ha planteado de hecho -con palabras, siempre- una organización racional y democrática de nuestras urgentes mejoras científicas y técnicas. No hay ningún control y apenas estadísticas sobre nuestra productividad científica, su rentabilidad e interés. En cierto sentido, para los científicos españoles, nuestro país es también un paraíso. Todos pueden ser grandes especialistas de mil temas sin interés y publicadores de centenares de hojas -cuando el proceso de cadaverización es más avanzado, el mutismo es el síntoma- en revistas que nadie lee y que a nadie interesan. Y cuando se trabaja y publica, también da más o menos igual. No hay vías de difusión y de aplicación de los escasos hallazgos que puedan ser hechos. A lo más, las revistas americanas recogen con tierno afecto aquellos artículos en que una brillante cabeza nativa demuestra la veracidad de hipótesis que nos han sido impuestas. Si resultan consecuencias prácticas, más tarde las importaremos a altos precios en forma de tecnología especializada.
¿No hay control porque no hay quien lo realice o porque son demasiados quienes se ocupan? ¿Sobran o faltan organismos? ¿Los que existen son útiles? En cualquier caso, son instituciones múltiples e inestables, flores de pocos años. A veces son meramente consultivos y otras acaparan el dinero en manos de grupos o,personas. La burocracia centralista sigue dificultando la agilidad del sistema y la solución de problemas con óptica descentralizadora. Pero también queda todo perfectamente encajado en nuestro paraíso, ¿para qué controles, si no hay inversión? El dinero que se gasta es escaso, las becas insuficientes y de mero prestigio para políticos e instituciones, el dinero privado no es obligado a converger hacia nuestras instalaciones. Faltan recursos, material, libros, laboratorios; no es posible la profesionalización en tareas investigadoras, salvo a escasos elegidos. La separación a ultranza entre enseñanza, investigación y economía no permite ver rápidas soluciones.
Y el pez, como siempre, se muerde la cola; motivo y consecuencia se entrelazan. A nuestros políticos burgueses, tal como han mostrado hace ya casi dos siglos, no les interesa que ciencia y sociedad se conecten. Su visión sigue siendo, como entonces, de corto plazo y de grandes ventajas. No les interesa una inversión que no sea inmediatamente rentable. Ni tampoco conocer la opinión de la gente a quien gobiernan, ni que ésta pueda ser informada. Es más fácil seguir pagando ciencia y técnica. Y no importa que las balanzas comerciales se desequilibren. Los beneficiarios seguirán dándonos su respaldo incondicional. En efecto, si alguna consecuencia puede extraerse de la reciente conferencia de Viena, es que los países científicamente colonizados no van a obtener trasvase de tecnología de aquellos otros que sólo pretenden ceder inflación. Debemos ser escépticos, pues no parece fácil investigar en países como España -iqué paradójica y esperpéntica situación la de un país que en tal coyuntura no sabe de qué lado encuadrarse!-, sólo parcialmente desarrollado; pero en intentarlo puede irnos el pasar a engrosar las filas de naciones en expectativas de subdesarrollo. Ya hoy nadie se atreve a dudar de que la ciencia sea una importantísima fuerza productiva.
Reunidos, pues, para llorar la muerte de la ciencia española, tal vez un esfuerzo de resurrección pueda intentarse. ¿Cómo? La respuesta no es fácil, ni la tenemos ni creemos fácil su hallazgo. Muchas voces que sin duda deploran esta muerte deben hablar y ser escuchadas: Administración, organismos autonómicos, CSIC, universidades, centrales sindicales, Parlamento, grupos políticos..., pueden y están obligados a dar soluciones o, al menos, a expresar problemas. Todos deben aunarse en un gran debate nacional, en que puedan plantearse posibles reformas que impidan que nuestros laboratorios queden sin instrumentos y nuestros científicos en paro. Cualquier medio de expresión será válido, siempre que todas las voces sean escuchadas en busca de un acuerdo y de soluciones justas. Pero sólo será posible si la respuesta no está dada de antemano, o si es posible evitar que nos la impongan. En este sentido, las palabras del profesor González Seara en Viena y su promesa de un libro blanco sobre investigación deben alertarnos.
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