Un soldado, antes de la batalla: "Me estoy volviendo loco"
El único lujo de Lebuirat sigue medio vivo todavía: un pequeño huerto en medio del desierto, en el que crecen, gracias al agua almacenada en un pozo, algo de maíz, ricino, tomate, soja y un girasol solitario que es hoy la única flor de Lebuirat.Las casas de Lebuirat no guardan casi ninguna señal de la batalla. Los pocos comercios han sido quemados y en alguna pared quedan los rastros de una ráfaga de metralleta. En el pueblo, situado sólo a unos pocos metros de la base, vivían 166 saharauis y los oficiales marroquíes.
Los 166 saharauis llegaron hasta el pueblo de Lebuirat después de una larga travesía por el desierto. Hasta entonces habían sido nómadas. El Ejército marroquí les compró sus camellos y les obligó a ir a vivir allí. Según el Frente Polisario, los marroquíes pretendían, de este modo, evitar los ataques del Ejército saharaui, que, en principio, temerían matar a sus propios compatriotas.
Los saharauis de Lebuirat vivían del pequeño comercio. Para subsistir, algunos hacían viajes a Tan-Tan para comprar tabaco y objetos de perfumería, que eran difíciles de encontrar en la base y que, posteriormente vendían a los soldados. Con el dinero obtenido en este tráfico compraban alimentos a los marroquíes.
Meses antes de la batalla, dieciséis jóvenes saharauis residentes en Lebuirat habían huido para adherirse al Frente Polisario. Fueron detenidos por el Ejército marroquí y hoy están en la cárcel.
La vida civil en Lebuirat era muy difícil. Estaba prohibido encender velas (para evitar que alguien hiciese señas a los guerrilleros); reunirse a rezar juntos (por temor a posibles conversaciones políticas); que las mujeres se invitasen a tomar el té en las casas (por razones semejantes), y que los niños correteasen fuera de los límites de la ciudad (para que no llevasen ningún mensaje a lo polisarios). De seis de la tarde a seis de la mañana, la pequeña ciudad vivía un rígido toque de queda.
Un asno y un perro, únicos habitantes
Las pequeñas casas de adobe de una sola planta están hoy desiertas. Dentro de una de ellas queda el único habitante: un asno solitario, hambriento, sediento y asustado. Un kilómetro al sur encontraremos otro animal: un perro que olisquea un tanque destruido en busca de alimentos. Los 166 habitantes de Lebuirat están ahora viviendo en los campos de refugiados del sur de Argelia.
En una colina cercana, dentro de una de las casamatas de uno de los 36 puestos que protegían la base de Lebuirat, hay un cuaderno escolar guardado bajo dos pastillas de jabón de lavar. Es la libreta de notas en la que un soldado marroquí, Kasri Ahmed, tomaba notas de las clases de teórica militar.
Entre esquema y esquema, algunas líneas poéticas en francés, propias de un hombre solo y sensible: «Me gusta el paraíso, ¿por qué no me gusta rezar?», «Mi amor que ha perdido su cerebro ... », «Me gusta la cerilla para (después tener el soplo»... En su cuaderno escolar, Kasri escribió en árabe el borrador de una carta a su madre. La tinta del bolígrafo es verde, un color de especiales connotaciones islámicas. La fecha es el 16 de noviembre de 1978, unos diez meses antes de la batalla de Lebuirat.
«Querida madre tan amada: Te saludo desde el fondo de mi corazón», comienza escribiendo Kasri. «Mi madre y compañera. Qué honor de coger la pluma entre mis dedos para escribirte estas líneas verdes, dictadas por un corazón que te quiere mucho y que se llena de tristeza cuando piensa en ti. De corazón pienso en ti y en los pequeños que viven en casa. Veo la pobreza, la mala situación y las torturas en las que vivo desde estos años pasados. Ahora estamos aquí y el destino nos ha obligado a vivir todas estas dificultades. Madre, estás delante de mis ojos cuando contemplo el reciente pasado y lo veo todo tan oscuro. A veces, miro el presente y lo veo peor que el pasado. Más deprimente. Si quisiera escribir todo lo que tengo en mi corazón me harían falta millones y millones de hojas. Ahora escribo la carta, y mis lágrimas caen y caen, como si fuera el Nilo que se desbordase. Mi corazón bulle como una tetera sobre el fuego caluroso. Me estoy volviendo loco y creo que me van a llevar al manicomio, porque ahora sé lo que os sucede, y especialmente lo que le sucede a mis hermanitos, cuando entran en casa y no encuentran pan. ¿Qué van a hacer? Sé que me está prohibido dejar que mis hermanos pasen hambre. Pero, ¿qué puedo hacer? No me han pagado estos últimos meses y mi corazón, mi vida y yo estamos quemados. No puedo hacer otra cosa que resistir.»
Sólo les quedaba esperar
«La única solución», sigue escribiendo Kasri Ahmed, «es esperar. Y todo esto, madre mía, lo soporto noche y día, mañana y tarde y a cada instante. Te pido que resistas y esperes, como yo resisto y espero, hasta que se decidan a pagarme en los próximo meses. Entonces te mandaré tres cientos dirhams» (unas 4.500 pesetas).
«Dirige mis saludos a todos. A ti te saludo más que a nadie. Saluda también a mi hermana y a su marido. Y a Fátima. Y a Suad. Y a Aisha. Ya Idrisi. Y a Nadia. Y a todos los que pregunten por mí. Saluda también a mi tío y a mi tía y a todos sus hijos y a los maridos de sus hijas. Y a mi prima Safir y a todos sus hijos. Y a mi abuela. Y la otra abuela. Y te pido, madre mía, que me cuentes el problema que ha tenido mi padre con el Gobierno y qué es lo que le ha pasado. Dame la dirección de su abogado. Os digo adiós con mi pluma, pero no con mi corazón No tardes en escribirme. Veo que no recibo cartas tuyas. Kasri Ahmed.»
Al margen del borrador, hay unas líneas en francés: «Tout ça passe, et toi, ma mère, reste á ta place, toujours reste à mon coeur» («Todo esto pasa y tú, madre, quédate donde estás, quédate siempre en mi corazón»).
Junto al cuaderno escolar de Kasri Ahmed, bajo las dos pastillas de jabón de lavar, hay una carta dirigida a nombre de otro soldado de Lebuirat por un soldado marroquí destinado en otra plaza. Encabezando la carta, una gran paloma de la paz, de infantiles trazos.
Kasri tenía razón en preocuparse por no recibir cartas de su familia. Según nos dijo un suboficial marroquí, prisionero del Polisario, en bastantes ocasiones los encargados de la censura de correspondencia rompían las cartas de los familiares de los soldados para evitar que éstos estuviesen al tanto de sus problemas cotidianos. De este modo se lograba también que no reclamaran el dinero que se les adeudaba y del que dependía, en buena parte, la subsistencia de la familia.
Los soldados de Lebuirat venían a ganar, incluidos los pluses, unas 14.000 pesetas al mes. Algunos estaban casados, tenían hijos y eran la única fuente de ingresos de la familia. Los soldados sólo disfrutaban de quince días de vacaciones al año.
Encerrados en un destacamento de una región, cuyo clima y geografía eran muy diferentes al de sus pueblos, esperando la llegada de un misterioso enemigo que, según la propaganda marroquí, estaba compuesto de cubanos y vietnamitas, no es raro que la moral de los soldados descendiera al conocer la realidad de esta dura guerra, y algunos, como Kasri Ahmed, creyeran estar volviéndose locos.
Próximo capítulo:
Los oficiales de Lebuirat preveían la derrota.
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