En la oscuridad
En la oscuridad. Sin sábanas revueltas, sin marcas en la piel, sin rabia ni un rendirse, luego, muy poco a poco. Agua de coco, agua de coco: pa'que la bebas poquito a poco. Madera, aunque ya es tarde, hoy toco. Sigue la música rimada por ciudades y aldeas, salas, prados, callejas, plazas y corrales. Como un poco de ti, como un poco de nada. Música de Salinas para una oscuridad inmóvil. Ganas de terminar de una vez por todas. Agua en la noche, serpientes indecisas silbo menor, rumbo ignorado. La desolación, titi, siempre tiene la lengua cursi. Pregunta, pues, sin miedo. ¿Qué día nieve? ¿Qué día mar? Dime. ¿Qué día nube, eco de ti? Dime. Y tú, tal vez dirás: «N o lo diré; entre tus labios me tienes. Beso te doy, pero no claridades ni fijeza. Que compasiones nocturnas te basten. Lo demás déjaselo a las sombras, porque yo he sido hecho para la sed de los labios que nunca preguntan» Y acallas el mosqueo. En la oscuridad. Sin sábanas revueitas, sin marcas en la piel, sin rabia ni un morirse, ahora, muy poco a poco.Regreso del terruño: campos de Salamanca, remolinos sigilosos del Duero, procesión de san Roque, bailes populares, corridas, festival de Fuenteguinaldo, al rico chocolate portugués, un incendio de órdago mientras cantan los grillos... El retorno, titi, siempre tiene la lengua cursi. Yo me fui de Madrid después de haber dejado en el recto camino a fray-Bustelo y a fray Tierno. Dejé, otrosí, en reserva una corona verde y dominical. Y allí, con imprudencia añeja, llamaba yo embebida a esta columna. Embebida, ¿de qué? De mi seguridad en su más fugaz nada. Pero la seguridad es un perfume. Y se va.
Mejor, no interpretar. Relájate y goza. En la oscuridad. En el interior. Porque, al final del saco, ése es tu sino: oscurecerte a la merced del viento. Y luego ese rendirse permanente a morir poco a poco, desengañado, bajo la dulce máscara del furor para que se consuelen los que trepan entre el gentío. Sí, titi, lo inestable es nuestro reino. ¡Y qué más da! Lo he vuelto a ver de cerca ahora, durante este viaje a tierras salmantinas. La Castilla rural está embebida de un vacío sin límites. Cenizas movedizas son los gestos de sus oscuros habitantes. Su austeridad, parodia del hastío. Su poder, pura farsa. Su arrogancia, la de la marioneta. Y se pasa. Del exterior al interior. Pero también de cerca, de largo y por debajo de las piernas. Si hay un pasota verdadero, al término, ése es el campes¡ no castellano. Mejor, tal vez, volver. Volver al hilo. Ya sin enojo, mi palabra tuya. No habrá rencor ni olvido.
¡Guarda eso! No. Para decirles que, en estos momentos, podría estarles relatando los festejos vividos en un pueblo salmantino, Villarino de los Aires, durante el pasado fin de semana. Sin embargo, a causa de un desplazamiento venial, recupero el extraño placer por lo que escapa a la dictadura del argumento. Y vuelvo a recordar las misteriosas invasiones de frases algo absurdas que conmovían tanto la vida del lugar. Al final de mi infancia, un obsesivo dicho cerraba toda discusión local: «Señorita Lumi, sírvame un merengue.» Todo el mundo acudía a tan exótica muletilla o estrambote dulzón para ganar batallas de elocuencia. Y sé que mi fascinación ante ciertas aventuras literarias extremas nació al amparo de ese merengue jamás servido por las manos blanquísimas de una invisible señorita.
Ahora, en medio del macarrismo juvenil que invade eras y bares en aquel hermoso territorio de mi niñez, sigue siendo posible escuchar frases aisladas que aseguran la herencia de lo escurridizo. Un muchacho, emigrante en Euskadi -«así le dicen allí»-, nos contaba en las últimas Navidades que tenía un coche verde-oriol. De entonces a esta parte, sabroso cachondeo en tomo a color tal. Ahora, alguien le preguntaba al autor del invento: «¿Cómo vas con el coche verde-oriol?» Y el Cherna, que así se llama el mozo, va y responde: «¡No me hables! Es un compromiso. En cuanto le abro las puertas, se me llena de mujeres.»
Ese inventar efímero puede ser contagioso. Porque este año el Ayuntamiento de Villarino contrató a un poeta, el maestro Dioni, para que, al frente de una rondalla local, compusiese canciones capaces de animar las fiestas. Uno se espera, en esos casos, letras utilitarias y ramplonas. Error. El maestro Dioni ingenió esta poética maravilla: «Bar, Bar, Bar/Bartolito/Bar, Bar, Bar/Bartolito/Bar, Bar, Bar/Bartolito.»
¡Qué mogollón! De nuevo, en la oscuridad.
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