Fiesta brava bajo el diluvio universal
Esplá y Dámaso González torearon bajo el diluvio universal. Y lo que es peor: con las piernas metidas en el fango casi hasta las pantorrillas. La suspensión llegó después de arrastrado el cuarto, pero ese toro nunca debió salir porque durante la lidia del anterior el ruedo ya era un embalse, y el impresionante aguacero iba a más. Ignoramos qué motivos pudo tener la presidencia para exponernos a los espectadores al riesgo inminente de la pulmonía, y a los toreros, al de un resbalón, con el que podía llegar la cornada. Los presidentes, en esta plaza como en todas, son de una incoherencia supina.Y el caso es que nos dio mucha pena que se desencadenara con tanta furia el meteoro porque la corrida, verdadera fiesta brava en esta ocasión, iba interesantísima. Los toros condesos, unos ejemplares preciosos, largos, vareados, fibrosos, serios y con mucha leña para delante, salían además con casta, mientras los toreros, en vena de pundonor, se entregaban con decisión a la lidia, cada uno en la medida corta o larga de sus posibilidades. Alguien dijo que Dios es mal aficionado, y hemos de empezar a suponer que algo de eso hay. Pudo llover otro día, ¿verdad?
Plaza de Pamplona
Quinta corrida de sanfermines. Cuatro toros del Conde de la Corte, preciosos de lámina, serios y cornalones, con casta y manejables. Dámaso González: Pinchazo hondo caído y descabello (silencio). Estocada (oreja). José Luis Galloso: dos pinchazos y estocada baja perdiendo la muleta. La presidencia le perdonó un aviso (ovación y salida al tercio); Luis Francisco Esplá: estocada delantera perdiendo la muleta (oreja). Arrastrado el cuarto toro, se suspendió la corrida a causa de la lluvia torrencial.
De los condesos, el segundo me gustó extraordinariamente y gustó al público, que coreaba: «¡El toro es cojonudo, como el toro no hay ninguno! » Cuanta verdad. Peleó con bravura en los caballos, metiendo los riñones, arañando la arena con las pezuñas para empujar más y más, y a la muleta llegó pronto, crecido y noble. Galloso hizo un gran esfuerzo para sacarle partido, pero, lamentablemente, se lo dejó ir de rositas. Por no rematar bien, tenía que salir a la carrerita de cada derechazo. Casi lo mismo sucedía por la izquierda, aunque una vez ligó perfectamente un natural con el pecho. Y a tenor de la vulgaridad y escasa técnica, una tanda, y otra, y otra, sin cuajar ninguna. Doy por seguro que el torero puso el alma en redondear las suertes, pero no le salían: el toro siempre era mejor. Cuando pareció que daba por concluida la faena, se distanció y citó al molinete. Fue emocionante, pues la res se arrancó con alegría y embistió con la misma prontitud plena en nuevas series de derechazos, ahora -¿será posible, mataor?- más violentos que los anteriores.
Por si fuera poco, Galloso anduvo mal Con la espada. El toro se fue a tablas (en banderillas se había dolido y buscaba los chiqueros), pero su casta le hizo incorporarse tres veces después de doblar. Murió prácticamente de pie. No fue, por los defectos señalados, de vuelta al ruedo, pero sí un gran toro, casta purísima que ennoblece la histórica divisa, y que no se puede dejar perder, porque la fiesta necesita de ella más que de ninguna otra cosa.
Manso el tercero, y ya con el diluvio encima, Luis Francisco Esplá le colocó tres magníficos pares, con más sobriedad, pero también con más autenticidad que otras veces. A despecho del agua y del barro, se echó en seguida la muleta a la izquierda e hizo una faena larga y valiente, que culminó con un insólito desplante a cuerpo limpio: tras desprenderse de muleta y estoque, se quitó el corbatín y lo anudó a un pitón de la res. En los gestos, en su colocación durante la lidia, en la variedad de quites que ejecutó, hasta en la forma de vestirse de luces -oro en la chaquetilla, pechera rizada- está torerísimo Luis Francisco Esplá.
Dámaso González no se había acoplado con el primero, bravo, apagado y manejable, y en el cuarto daba miedo verle -o más bien no verle, pues la lluvia torrencial era una cortina que lo difuminaba todo-, metido en aquel fangál, ligando derechazos y naturales, sin prisas, como si talmente compusiera la faena bajo el deslumbrante sol de Valencia. Pero de sol, nada: el diluvio era aquel. Despoblados los tendidos, el agua discurría en torrente por todas lasescaleras del graderío. Escafandristas hacían falta allí. En el arrastre, la res cortaba el agua y la echaba a los lados con tanto volumen y violencia como un fuera borda en la mar. Habría sido de locos no suspender la corrida. El torero acuático, aún no está inventado, ni falta que hace.
Babelia
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