El curiosos asunto del divorcio
¿Es un privilegio reservado a las familias católicas el matrimonio indisoluble? La defensa del matrimonio para siempre, ¿corresponde en exclusiva a los católicos?Estas preguntas y otras parecidas me formulo yo cada vez que leo en los periódicos una noticia relativa al proyecto de ley del divorcio: el ministro del ramo ordena se ultime con urgencia el proyecto; el Gobierno nos informa que en octubre estará tramitado. Los partidos de la oposición se apresuran a depositar en las Cortes sus propios proyectos. Uno de ellos es rechazado por el Pleno del Congreso. El ciudadano cualquiera puede pensar que el Gobierno y los legisladores tienen otras cosas más prioritarias que hacer, pero seguramente se equivoca, porque si no, ¿por qué tantas prisas?
Es curioso este asunto del divorcio. No creo que ni sus partidarios ni quienes se oponen a él piensen que es cosa sin importancia y, sin embargo, como nos descuidemos, vamos a verlo convertido en ley como si de cuestión de administración ordinaria se tratase.
Y es que no cabe duda que quienes lo propugnan han sabido plantearlo con rara habilidad. Cuando un matrimonio va mal -vienen a decir- no se puede obligar a los cónyuges a vivir en un infierno insoportable. Lo mejor es disolver el vínculo y que marido y mujer rehagan su vida, que bien ganado se lo tienen. Es verdad -añaden- que para los católicos, que, al parecer, todavía son mayoría en España, el matrimonio es indisoluble. Nadie les obliga a divorciarse; pero no sería justo que en una sociedad pluralista un grupo de ciudadanos, por muy numeroso que sea, se empeñe en imponer a otro un yugo intolerable. Si la Iglesia católica tiene manías, que se las aguanten sus fieles.
Un razonamiento así de simplista parece dejar a todo el -mundo tan tranquilo y ... adelante con la ley del divorcio. Eso sí, habría que discutir muy en serio las causas que el juez debería apreciar para disolver el vínculo. Posiciones encontradas enfrentarían duramente a los partidarios de la puerta estrecha con los partidarios de la puerta ancha. Ante cuestión, por lo visto, de la máxima urgencia, surgiría la voz del hombre bueno y se precipitaría el acuerdo: ni puerta estrecha ni puerta ancha, sino todo lo contrario, y veríamos la ley del divorcio publicada en la Gaceta de Madrid.
¿Por qué no nos serenamos un poco? La indisolubilidad del matrimonio no es una manía de la Iglesia católica. El matrimonio para siempre es cuestión que afecta esencialmente a la sociedad, a toda la sociedad. Por eso sería injusto pensar que sólo los ciudadanos católicos tienen la exclusiva en la defensa de un valor tan primordial para la convivencia y menos aún el derecho a gozar ellos solos de los bienes que de tal institución se derivan.
¿Acaso sólo los jóvenes católicos se juran amor para toda la vida? ¿Es que son sólo los matrimonios católicos los que saben anteponer los ideales de lealtad y de fidelidad a las mil contingencias que surgen de la vida en común? ¿Es que son sólo los católicos los partidarios de la estabilidad de la familia? ¿Es que sólo a los padres católicos preocupa la felicidad y el equilibrio físico y mental de sus hijos?
Sinceramente creo que no. Sin perjuicio de que para los católicos sea un sacramento y, por tanto, un regalo divino, ese derecho humano a contraer matrimonio indisoluble me parece una conquista de la civilización -como lo fue, por ejemplo, la abolición de la esclavitud- y, por tanto, patrimonio de todos los ciudadanos. Ya sé que a esta afirmación se me podrá contestar diciendo que en los países económica y científicamente más avanzados existe el divorcio legal, y es verdad, pero ¿son más avanzados porque existe el divorcio? ¿No es acaso el divorcio una de las causas de que las sociedades de estos países vean acelerado su deterioro moral?
Quien quiera tener respuesta a esta pregunta podrá encontrarla en los Anuarios Demográficos de las Naciones Unidas. Allí comprobará, por ejemplo, que el número de hijos ¡legítimos va en constante aumento en los países que tienen legalizado el divorcio, mientras que sólo aumenta ligeramente, permanece estacionario o disminuye en los países cuyos sistemas jurídicos lo desconocen.
Y por si lo anterior fuera poco, los daños que a los propios cónyuges, y sobre todo a sus hijos, produce el divorcio son evidentes e irreparables. Que hay una clara correlación entre delincuencia juvenil y divorcio no creo que lo niegue ningún sociólogo serio. El Uniform Crime Report de Estados Unidos hacía notar que ya en 1965 de los 556.000 menores procesados por delitos comunes nada menos que el 82% eran hijos de divorciados.
Que existen matrimonios rotos nadie puede negarlo. Pero ¿son siempre irrecuperables? Aunque algunos lo fueran, ¿es que una situación patológica de unos cuantos casos, aunque fueran miles, autorizaría a un Estado a facilitar el contagio de la enfermedad? Sí, de una enfermedad que, por desgracia, se transmite con voracidad increíble. Valga, como muestra el crescendo aterrador de divorcios que se registra en los países que lo practican. En Suecia se pasó de 174,6 divorcios por cada mil matrimonios en 1960, que ya parecía un récord imbatible, a 510, más de la mitad de los matrimonios contraídos, en 1974; en Inglaterra, de 27.353 divorcios registrados en 1954, se Regó a cerca de 100.000 en 1972. En Estados Unidos, en 1960 hubo 395.000 divorcios quince años después, en 1975, esta cifra había rebasado el millón.
Porque el matrimonio es mucho más que un acuerdo entre un hombre y una mujer que se quieren. Los cónyuges no están solos sobre el planeta. La Humanidad entera les rodea, y no es ya sólo la sociedad presente, sino también las futuras las que se ven, afectadas por sus decisiones, de tal modo que la unión matrimonial adquiere una dimensión que sobrepasa ampliamente las voluntades de los propios contrayentes. Un hombre y una mujer se casan porque quieren; pero una vez casados ya no pueden hacer con su unión lo que les venga en gana. Al casarse ejercen un de,recho que, como siempre, conlleva la contrapartida de un deber. En este caso, de un muy serio deber.
Pero es que, además, yo me pregunto y me atrevo a preguntar a cualquier matrimonio, católico o no, ¿cuál es su ideal?: ¿permanecer unidos toda la vida, o al primer contratiempo marchar cada uno por su lado, pelearse por la tutela de los hijos y acabar la vida en común discutiendo indemnizaciones y pensiones? Y los hijos, ¿qué piensan al respecto? ¿Es que no tienen derecho a opinar?
Otra cosa que no suele decirse es que el divorcio y ulterior matrimonio es un lujo que en sociedades como la nuestra no estaría al alcance de cualquier fortuna. Y no porque el trámite judicial sea más o menos costoso, que eso se arregla declarándolo gratuito. ¿Puede un trabajador mantener a su nueva familia, y simultáneamente pasar la pensión a la mujer o mujeres repudiadas? ¿O es que acaso se pretende que las mujeres después de haber gastado los mejores años de su vida en lá atención al marido, a los hijos y al hogar queden abandonadas a sus propios recursos?
A veces me sorprende que movimientos que a sí mismos se llaman feministas se muestren favorables al divorcio. No lo entiendo. ¿Quién lleva las de perder? Se me contestará: por eso la mujer debe bastarse a sí misma, debe ser profesional y económicamente independiente, etcétera. Conformelsi prefiere quedarse soltera. Pero si se casa, ¿puede realizarse plenamente sin ser esposa, sin ser madre, sin nutrir a sus hijos, sin cuidarles en su niñez y protegerles en su juventud?
Y es que una cosa son las teorías y otra muy distinta la afortunadamente hermosa realidad.
No, no creo que los bienes que se derivan del matrimonio indisoluble deban quedar como un privilegio reservado a las familias católicas. Tampoco creo que la defensa del matrimonio para siempre sea, ni pueda ser, un derecho -y un deber- exclusivo de los católicos. Estos deben hacerlo, como ciudadanos que son, por cuanto saben que es obligación grave poner todosu empeño en que las leyes positivas se ajusten a la ley de Dios, y a este respecto es bien contundente el Evangelio y la constante e invariable doctrina de la Iglesia. Pero hay razones éticas y de bien común que han de aniar a todos los ciudadanos a evitar que la sociedad española añada un nuevo y grave factor de descomposición a los muchos que, por desgracia, ya viene padeciendo.
Por favor, piénsenlo dos veces quienes tienen en sus manos tan trascendental cuestión y no desposean a las familias españolas que no comulgan con la fe católica de un bien tan inestimable como es el matrimonio para toda la vida. Por favor, piénsenlo dos veces, que nada tiene que ver un compromiso irrevocable, libre y responsablemente adquirido, con esa otra cosa que es una misión sobre la que pende, desde el primer día, la triste amenaza de su propia fractura.
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