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Setenta y cinco años de la odisea de Bloom, el protagonista del "Ulises" de Joyce

Juan Cruz

«Solemne, el gordo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana le sostenía levemente en alto, detrás de él, la bata amarilla, desceñida. Elevó en el aire el cuenco y entonó:In troibo ad altare Dei. »

Ulises, de James Joyce.

Traducción española de J. M. Valverde.

De aquel modo comienza una de las epopeyas literarias más importantes y quizá menos leídas de este siglo. No es sólo un libro, sino que también es una ciudad y una fecha. La ciudad es Dublín, y la fecha, narrada, escrudiñada hora por hora, es la del 14 de junio de 1904. El gordo Mulligan, espectro literario de un doctor amigo de Joyce, al que ridiculizó el autor irlandés, descendía las escaleras de la torre de Sandycove, un edificio circular en el que el propio Joyce vivió, a las ocho de la mañana de un 4 de junio. Pero la fecha clave de Ulises, cuando Leopold Bloom recorre Dublín, se produce diez días más tarde. En esa ocasión está centrada la novela. Y esa es la fecha -Bloomsday, el día de Bloom- que el pasado fin de semana han conmemorado de las maneras más extravagantes los admiradores de esta singular obra literaria.

Más información
Lo que queda del Dublín de J. J.

José María Valverde, el autor de la completa versión española del Ulises, nos recuerda en el prólogo de su traducción algunos de los sistemas de esa conmemoración: los joyceanos se desayunan con té, tostadas y un riñón de cerdo, que fueron los alimentos usados por Leopold Bloom para su desayuno el día de aquella odisea, alimentos compartidos por su infiel esposa en una chirriante cama gibraltareña.

En el 75 aniversario de la odisea de Bloom ha habido también conmemoraciones más formales. En la librería Bloomsday, de Nueva York, se ha producido un homenaje singular a la obra de Joyce: cuatro actores leyeron, durante cuarenta horas, a lo largo del fin de semana, las 783 páginas de las que consta el libro. En Estados Unidos, donde las primeras entregas del Ulises perecieron bajo el fuego indolente de los pudorosos empleados de correos, una conmemoración de estas características supone un desagravio definitivo.

En Irlanda, la casa en la que Joyce situó a Leopold Bloom ha sido objeto de peregrinación. En la calle Eccles, número 7, los caininantes joyceanos de todo el mundo que acudieron allí, después de consumir las tostadas, el té y el hígado de cerdo, se hallaron con un montón de ruinas, sobre las que se levantará, como señalaba un periódico inglés, una estación de gasolina, de modo que uno podrá en el futuro pedir multigrado sobre el mismo suelo hollado por los amantes de Molly, la mujer de Bloom, o sobre la superficie ocupada por el propio Bloom para masturbarse pensando en las bragas azul pálido de la joven Gerty.

Ulises es una obra inolvidable, una epopeya política, urbana; un relato onírico de seres que soñaban con la liberación de sus cuerpos, de sus almas y de su tierra: Irlanda. Ha sido una historia literaria que ha signado, de un modo u otro, la obra de otros creadores, anglosajones, celtas, germanos, de cualquier extracción. También ha dispuesto sobre Dublín un peculiar callejero, que aún hoy es posible seguir con una cierta perfección, aunque en algunos puntos sean las ruinas o los descampados los que saluden al joyceano caminante.

Otra sorpresa que acoge al caminante del Dublín de Joyce la proporcionan los propios parientes del escritor. A Leslie Gardiner, periodista del Guardian, de Londres, le confió Boezema Delimata, sobrina de Joyce: «Si le digo la verdad, jamás he leído ese libro.» En los bares que Leopold Bloom frecuentaba desapareció todo rastro de la odisea. Los camareros juran, casi por su honor, que jamás cruzaron sus ojos sobre las páginas del Ulises. Queda aún una actitud victoriana ante esta obra denostada, editada en el exilio, defendida, entre otros, por Unamuno, Gómez de la Serna y Einstein, llevada clandestinamente al Reino Unido forrada en su portada azul pálido, en honor a aquella fina ropa interior de la joven Gerty. Y la propia Boezema Delimata asegura que en su casa no queda un solo ejemplar de las primeras ediciones del Ulises. Uno lo quemaron los niños, involuntariamente, y otro fue prestado y luego perdido, en una sucesión de incidentes que, según ella, dieron la razón a Joyce. Este quiso quemar su manuscrito cuando Nora, su esposa, se burló de él. Boody, madre de Boezema, lo rescató de las llamas. En premio, J. J. le regaló un par de guantes, con los que ella ocultó las quemaduras.

Nunca pudo disimular la sociedad victoriana, sin embargo, las quemaduras que sobre su piel puritana dejó esta gigantesca epopeya, desde que Buck Mulligan comenzó, a las ocho de la mañana, su afeitado-misa, hasta que Molly Bloom tiene, a las dos de la madrugada, su sueño libertino, aquel que termina con la famosa frase, al final del libro: «Y el corazón corría como loco y sí dije quiero, sí.»

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