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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Divorcio por consenso

ESTA COMPROBADO que apenas hay legislador o jurista que no abandone la senda del sentido común en cuanto se enfrenta con el tema del divorcio. No es de extrañar por cuanto reglamentar el divorcio viene a constituir como un «negativo» de la reglamentación del matrimonio. Oscuras frustraciones, la muy humana curiosidad sobre inquietantes secretos de alcoba, las convicciones religiosas y morales, el peso secular de la familia como piedra sillar de la organización política, social y económica, son datos que confluyen inevitablemente en el tema.A la postre, casi todos los países de Occidente abordan el matrimonio y su disolución en antinomias de víctimas y culpables, buenos y malos. Sólo en muy pocos Estados se ha resuelto el problema sin concupiscencia legalista y con frialdad. El secretario general técnico del Ministerio de Justicia, al explicar el borrador de «divorcio-remedio» que maneja el Gobierno, ha advertido a este periódico que «evidentemente esto no es Las Vegas ... » Evidentemente, pero nos tememos que el secretario general técnico en cuestión debe tener un conocimiento de Las Vegas basado en las películas del clan Sinatra y desdeña las razones que entraña la disolución del contrato matrimonial mediante el consentimiento voluntario de ambas partes.

El borrador de divorcio gubernamental y también los proyectos presentados por la oposición siguen en mayor o menor medida enredados en una teoría de alcoba en la que a la postre siempre se acaba penalizando el divorcio y premiando con el mismo las conductas delictivas. Si el adulterio o las relaciones homosexuales son, para el Gobierno, casi las únicas causas de divorcio rápido (que sin duda deben serlo) es bien probable que antes de esperar siete años de separación de hecho para obtener un divorcio muchos ciudadanos y ciudadanas optarán por abreviar la espera resucitando con ostentación la vieja institución de las «queridas» o por dar estado de publicidad a los hasta ahora «placeres ocultos».

Si el sentido común, desde una perspectiva laica, creara jurisprudencia, más convendría poner orden jurídico en aquellas situaciones de hecho que los hombres y las mujeres arbitran por su cuenta desde hace centurias para dirimir civilizadamente sus situaciones de incompatibilidad. Es dudosamente discutible el derecho que tienen dos firmantes de un contrato de matrimonio civil a disolverlo de común acuerdo. Como en buena lógica, no se puede impedir a una de las partes la rescisión del contrato con las penalizaciones obligadas por el resarcimiento de los intereses lesionados de la otra parte, y con la atención debida a la tutela de los intereses de los hijos.

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Los jueces deben establecer así la salvaguardia de los intereses económicos y efectivos de la descendencia y los del cónyuge que resulte económicamente perjudicado por una separación no propiciada o pedida. Estas consideraciones resultan obligadas ante el atropello de los más recónditos aspectos del alma humana que propician los proyectos divorcistas al uso, en los que -acaso inadvertidamente y con la mejor buena fe- se pretende mensurar el amor entre las parejas, cuantificarlo en tantos o cuantos meses, y confundirlo con las convenciones sociales siempre cambiantes. Finalmente cabría una reflexión destinada a quienes entienden el divorcio como un mal menor y no como realidad social, y anteponen supuestamente -los derechos de la familia, que hay que proteger, a los de la persona, que son inalienables. Sin necesidad de esgrimir estadísticas es perfectamente advertible la tendencia de muchas parejas a unir sus vidas y haciendas al margen no ya de las iglesias, sino incluso de las legislaciones civiles, entre otras cosas porque por ejemplo en España la legislación fiscal es increíblemente regresiva en este aspecto, y perjudicial para esa institución familiar que se dice querer proteger. Así que los legisladores ya se encuentran abocados a tomar cartas en el asunto de las separaciones de parejas unidas por mutuo y exclusivo consenso, sin papeles. Cualquier ley de divorcio entendida como campo de alambradas para dificultar la salida de los matrimonios fracasados no sólo no fortalece la familia, sino que alimenta las razones de los partidarios de las uniones libres, provoca la irregularidad de situaciones, daña la formación de los hijos y en definitiva origina males peores que la propia separación. Eso sí, socialmente es por lo visto más presentable. Y seguirá favoreciéndose a quienes tengan dinero para anular su matrimonio religioso, viajar a Brooklyn a tal efecto o acogerse a la legislación del estado de Nevada (USA).

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