La crítica al eurocomunismo
En la sociedad del capitalismo avanzado, que evoluciona tan rápidamente, el comunismo es ya un fenómeno antiguo: última manifestación del radicalismo del primer tercio de siglo, tenía la audacia y la magnitud de las vanguardias artísticas, de las doctrinas políticas intransigentes, de los ideales salvacionistas espiritualizados y violentos; traía un mensaje de ardiente pureza asiática en un mundo de corrupción. Lenin encontraba eco en los antiguos dominios de Loyola. El comunismo hermanaba con la guerra y apuntaba a un objetivo heroico con un ideal misoneísta. Guerra de clases, cauterización por el fuego y el hierro para acabar con la injusticia y establecer la felicidad del hombre sobre la tierra.La realidad u obstinación del conservadurismo cotidiano colectivo, en la que tanto han colaborado los comunistas (pues no hay más firme defensor del presente que el que lo ataca en el futuro), se encargó de ir triturando el programa revolucionario. El apocalipsis, convertido en los fines de semana prolongados; la palingenesia universal, en el desarrollo económico y el PNB. La mercancía tomó el lugar del sueño y, en muchos casos, el sueño sólo resultó ser mercancía. El comunismo a pie, despojado de las oriflamas truculentas de la revolución se redujo a la actitud algo balzaciana del viejo contador de votos; y, para subsistir en una realidad que se negaba a cambiar, tuvo que cambiar hasta negarse a sí mismo. Integrado ahora en la vida política que pretendió negar en un principio, se hizo trivial para ser eficaz. El heroismo desconoce la eficacia, como recuerda Brecht («Desgraciado del país que necesita héroes»). Descubrir que nadie desea el paraíso debe de ser una experiencia amarga; su conclusión es ofrecer los tanques y la mantequilla más baratos que la competencia.
Eduardo Fioravanti
Ni eurocomunismo ni Estado. Barcelona. Península. 1978.
En la transformación, el comunismo despojado de leninismo, es decir, de su parte más visionaria, iluminada, voluntarista y radical, pasa a llamarse «eurocomunismo», en término que, por su carácter superficial, provoca las iras de eruditos y estudiosos. La determinación locativa, sin embargo, no es casual: «euro-comunismo» reafirma a Europa ante Asia; reafirma la tradición de tolerancia, racionalismo, liberalismo y conformismo frente a sus exactos contrarios a los que, desde Montesquieu, los europeos gustamos de atribuir origen transurálico. El ciclo se ha cerrado. Lenin tenía razón, a la postre: el camino de Moscú a París (y Roma y Madrid) pasa por Pekín (o Teherán). Marx ha vuelto a casa convertido en un liberal, horrorizado de lo que ha visto entre los salvajes. El comunismo se integra y descubre que es heredero de una tradición centenaria, de libertades y derechos.
Se hace al mismo tiempo más plausible y más inverosímil.
Quedan, sin embargo, los desengañados, los intransigentes, las conciencias incorruptas, que no se dejan arrullar por los argumentos ponderados de la necesidad de adaptarse al cambio. Es el caso de Eduardo Fioravanti, cuyo libro debe comenzarse a leer por el penúltimo capítulo, «El paraíso perdido» (o quizá debiera llamarse, más propiamente, «arrebatado»). Paraíso que ya no es paraíso, revolución que se pierde en las brumas del horizonte lejano. Fioravanti enfila formidables baterías teóricas provenientes de sus profundos estudios anteriores, contra la Pobreza conceptual del eurocomunismo y consigue desbaratar el retablo de Melisendra. La desproporción es manifesta; la batalla, espeluznante; el resultado, mísero. Tan poseído está Fioravanti de su iracunda razón teórica que reprocha al eurocomunismo precisamente aquello de que éste hace gala en sus programas. Nada más triste que acusar de infiel al amante infiel. Es una acusación que revela lo irremediable del distanciamiento. Fioravanti, sarcástico («Don Euro y doña Social se van al baile», «2001, la odisea del hospicio»), se queda solo en el campo de batalla, llamando a Falstaff al combate. Ya no hay guerras ni heroismos, ni puede haberlos. La política es integración y su crítica únicamente puede ser nostálgica. Fioravantí lo intuye y el resultado es el trozo literario que introduce en el capítulo sobre el paraíso perdido con «un no rotundo al Estado electrónico y nuclear».
Fioravanti salpica su crítica radical con propuestas distintas y alternativas teóricas a los programas eurocomunistas. IdentifIcado el enemigo como la oligarquía financiera formada por la unión entre el capital monopolista internacional, fuertemente concentrado, y el capitalismo burocrático de los países del Este, la disyuntiva es evidente: o el capitalismo supera la crisis o la lucha de clases hace estallar el marco capitalista, abriendo la senda del comunismo. En esta situación, los Estados nacionales tienen una tarea meramente represiva y el impulso revolucionario parece que habrá de llegar, de forma confusa, desde la periferia empobrecida, al asalto de las metrópolis ahítas. Imaginería parabólica que desemboca en propuestas atractivas, pero escasamente viables mientras no se elaboren más. Fioravanti sólo admite el avance hacia una sociedad socialista por medio de la confiscación sin indemnización de los medios productivos del gran capital por los trabajadores (pág. 55); éstos tendrán que ser capaces de derrocar el poder del gran capital y construir una nueva sociedad en la que no haya dirigentes ni dirigidos (pág. 56); de tal forma podría establecerse la sociedad comunista, que abolirá la diferencia entre trabajadores manuales e intelectuales y que supondrá el fin del Estado como símbolo de toda opresión (pág. 93). Son las tres únicas determinaciones concretas de la alternativa revolucionaria que se encuentran en el libro; sin duda muy sugestivas, pero poco instrumentales en un proceso de transformación social. Por añadidura, esta transformación habrá de ser antidemocrática (pues la «democracia es la contrarrevolución encarnada en el gran capital », pág. 121), razón de más para que resulte convincente. Descartando el interés, que es la base de la democracia, ¿qué otra razón existe para movilizarnos a todos por un proyecto colectivo de cambio radical de formas de vida, si no es la pasión y el ideal?
Ni eurocomunismo ni Estado es una crítica divertida de un fenómeno de poca consistencia teórica. Hace honor al «ni» de la primera parte del título, pero no se lo hace tanto al de la segunda parte. Probablemente porque, para ser consecuente, el autor haya pretendido que su crítica no fuera constructiva.
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